Debido a prácticas inadecuadas, como la agricultura industrial y la deforestación, el suelo se comporta como un emisor de gases invernadero. Es necesaria una agricultura ecológica y sostenible, que cuestione las formas de producción y consumo actuales y que proteja la fertilidad del suelo como forma de reducir el cambio del clima y asegurar la alimentación del futuro.

Mireia Llorente, Ecologistas en Acción de Palencia. El Ecologista nº 56

Según mediciones directas, el incremento anual de CO2 en la atmósfera es del orden de 3 Gt. Las emisiones de origen antrópico se estima que ascienden a 7,6 Gt de CO2 al año, la mayor parte debidas a la quema de combustibles fósiles (6 Gt/año) pero también, en buena proporción, debidas a cambios de uso del suelo (1,6 Gt/año). A partir de estas cifras, se puede calcular que la capacidad actual de los sumideros de carbono (C) del planeta (océanos, suelos y vegetación) es de unas 4,6 Gt de CO2. Éste es, por tanto, el volumen de emisiones que el planeta puede sostener.

Es decir, para frenar la acumulación de CO2 en la atmósfera es necesario, por un lado, disminuir las emisiones hasta ajustarlas a la capacidad de asimilación de los sumideros y, por otro, proteger y, en la medida de lo posible, aumentar la capacidad de retención de los mismos.

El papel del suelo en el cambio climático

El suelo representa uno de los grandes almacenes de C de los ecosistemas terrestres ( 1.800•1015 g C). Contiene más del doble de C que la atmósfera ( 700•1015 g C) y unas 3 veces la cantidad que almacenan los organismos vivos ( 600•1015 g C).

La vegetación, a través de la fotosíntesis, capta el CO2 atmosférico y lo transforma en C orgánico, que en forma de materia orgánica muerta se va incorporando al suelo. Un suelo rico en materia orgánica es no sólo un buen almacén de C sino también un suelo fértil y estable, con buena capacidad de infiltración y conservación de agua, poco vulnerable a la erosión y con capacidad para tamponar posibles contaminantes.

Sin embargo, si hay un cambio de uso del suelo hacia un sistema más degradado, por ejemplo al deforestar un terreno para darle uso agrícola, o si el manejo del suelo es inadecuado, como sucede en la agricultura convencional, el suelo puede comportarse como un emisor de CO2 hacia la atmósfera al sufrir una pérdida progresiva de la materia orgánica que mantenía almacenada. Por ejemplo, en zonas tropicales la deforestación de selva para uso agrícola puede suponer pérdidas de C edáfico de hasta el 40% [1] o la conversión de zonas de pastizal en tierras agrícolas pueden acarrear pérdidas de materia orgánica del suelo de hasta el 50% [2].

Actualmente, debido al manejo que la agricultura convencional hace del suelo, a la continua deforestación de tierras para uso agrícola y al asfaltado y sellado de terrenos fértiles bajo la cubierta urbana, el suelo se ha convertido en un gran emisor de gases invernadero, responsable de un 18% de las emisiones de CO2 totales.

La protección del suelo como recurso debe ser tomada urgentemente en cuenta, no sólo por su importante papel en el balance del CO2 atmosférico, sino también por su importancia en nuestra seguridad alimentaria: es necesario proteger la fertilidad del suelo si queremos asegurar el clima y la alimentación del futuro.

Agricultura industrializada y emisiones

La agricultura convencional es responsable de una gran proporción de las emisiones de gases con efecto invernadero (GEI). Según datos del IPCC [3], del 11% del total de las emisiones –el 25% de las emisiones de CO2; el 60% de las de metano (CH4); y el 80% de las emisiones de óxido nitroso (N2O), gas con hasta 310 veces más capacidad invernadero que el CO2–. Si además tenemos en cuenta que la agricultura es la causa principal de las deforestaciones, por la roturación de nuevos suelos para uso agrícola, se podría responsabilizar a la actividad agraria de hasta el 25-33% de las emisiones de GEI. Esto es debido a que la agricultura, a partir de la revolución verde, se ha ido convirtiendo en una actividad cada vez más dependiente de los combustibles fósiles y de la fertilización química. Una gran parte de las emisiones de la agricultura se producen durante la fabricación de fertilizantes, por la irrigación con bombas y por el uso de maquinaria agrícola. Los suelos en los que se fuerza químicamente la producción, a la par que no se incorpora nueva materia orgánica en forma de residuos de cosecha o de estiércol, se van empobreciendo al sufrir un proceso de liberación progresiva del C que almacenan.

Desde esta perspectiva, los biocombustibles no sólo no representan una solución al cambio climático sino que, además, fuerzan una mayor industrialización de la agricultura y una aceleración de la deforestación de nuevos terrenos para uso agrícola, ya que los biocombustibles competirán con los cultivos alimentarios por el uso de la tierra cultivable.

Otro síntoma de insostenibilidad de la agricultura convencional es su tendencia a la concentración de terrenos en pocas manos y a la producción para la exportación y no para cubrir las necesidades alimentarias locales. De esta manera, los alimentos que se consumen, en muchos casos, recorren grandes distancias, con los costes económicos, ambientales y sociales que esto supone.

Hacia una agricultura sostenible

Sin embargo, la agricultura no tendría por qué ser necesariamente una actividad emisora de GEI. Es más, es posible una agricultura sostenible, menos dependiente de los combustibles fósiles y de la fertilización química, que incluso pueda comportarse como actividad captadora de C [4].

Estudios llevados a cabo en Alemania muestras que el consumo de combustibles fósiles en la agricultura industrial oscila entre 0,046 y 0,053 toneladas por hectárea, mientras que la agricultura no mecanizada consume unas 0,007 t/ha, con rendimientos en cuanto a producción muy similares. Otros estudios muestran que para producir una tonelada de cereal la agricultura industrial requiere de 6 a 10 veces más energía que la agricultura biológica.

A través de la agricultura ecológica, unida a un buen manejo del suelo, es posible recuperar e incrementar la materia orgánica contenida en los suelos y, consecuentemente, la cantidad de C almacenado en los mismos. Según estudios llevados a cabo en distintas parcelas dedicadas a la agricultura ecológica en España, a través de un buen manejo se observan aumentos de entre el 20 y 30% de la materia orgánica del suelo en unos 15 años. Un buen manejo del suelo en agricultura supone: un uso mínimo de productos químicos, una labranza comedida evitando el volteo del suelo, la incorporación de compost y estiércol y la conservación en superficie de los residuos de cosecha y acolchados, evitando siempre la quema de residuos de cosecha y la permanencia del suelo desnudo.

Una agricultura más sostenible requiere un cuestionamiento de las formas de producción y consumo actuales: una vuelta hacia formas de producción más cercanas a la agricultura tradicional, más eficiente en el uso de la energía y con una buena gestión de los residuos de cosecha, una agricultura dirigida a satisfacer las necesidades alimentarías locales y sólo excepcionalmente a la exportación.

El problema que bloquea la puesta en marcha de esta agricultura sostenible es que confronta con la lógica del mercado neoliberal y con los intereses inmediatos de las corporaciones transnacionales. Si queremos hacer frente a esta crisis medioambiental urge priorizar los intereses colectivos a los del mercado, haciendo un cuestionamiento profundo del modelo económico actual.

Menos labranza ¡pero sin más herbicidas!
La labranza de conservación tiene como objetivo conseguir una agricultura menos impactante. Consiste, por un lado, en mantener los residuos de cosecha sobre el suelo para evitar que quede descubierto entre la cosecha y la siguiente siembra, protegiéndolo así de la erosión, disminuyendo la pérdida de suelo fértil y propiciando la incorporación de materia orgánica. Por otro lado, evita el volteo del suelo, disminuyendo las emisiones de CO2 que implica esta labor.

Sin embargo, una vez más, los intentos por conciliar los valores ecológicos y los sistemas agrarios están siendo corrompidos por los intereses de los agronegocios. Las grandes empresas, empeñadas en imponer una agricultura cada vez más dependiente de sus productos, están aprovechando el filón: han invertido en investigación y en formación para los agricultores, promocionando una labranza de conservación estrechamente ligada al uso masivo de herbicidas de amplio espectro, especialmente Bromoxynil y Glifosato, el Roundup de Monsanto.

El engaño de las agroempresas ha de ser desenmascarado. Si la labranza de conservación se asocia a barbechos químicos a base de herbicidas y al uso de organismos modificados genéticamente, lejos de proteger el medio ambiente nos conducirá hacia un mayor deterioro del suelo, contaminación de las aguas, pérdida de biodiversidad y grandes riesgos para la salud humana.

Referencias

1. DETWILER R.P. 1986. “Land use change and the global carbon cycle on the role of tropical soils”. Biogeochemistry. 2.

2. BURKE I.C., YONKER C.M., PARTON W.J., COLE C.V., FLACH K. Y SCHIMEL D.S. 1989. “Texture, climate and cultivation effects on soil organic matter content in U.S. Grassland Soils”. Soil Sci. Soc. Am. J. 53:800-805pp.

3. IPCC. 2000. Informe especial del IPCC: Uso de la tierra, cambio de uso de la tierra y silvicultura. Informe especial del Grupo de Trabajo III del Grupo Intergubernamental de Expertos en Cambio Climático.

4. BELLARBY, FOEREID, HASTINGS, SMITH. 2008. Cool farming: Climate impacts of agriculture and mitigation potential. Greenpeace International.