Sólo en Bruselas, 15.000 lobbistas y 2.000 lobbies trabajan para que las regulaciones de la UE favorezcan a las Monsanto, Philip Morris, Repsol y compañía. Entre tanto, varias organizaciones sociales han forzado la primera regulación en Europa de estos grupos para reducir su tremenda influencia en la política comunitaria.

Rafael Carrasco, Miguel Jara y Joaquín Vidal [1]. El Ecologista nº 55

Aunque nadie los ha votado y los políticos rara vez hablan de sus compromisos con Monsanto, Bayer, Telefónica, Vodafone, Philip Morris o Repsol, ninguna decisión comunitaria se toma hoy sin ser negociada antes con una pléyade de lobbistas corporativos. Desde la Política Agraria Común a la autorización de los cultivos transgénicos pasando por los planes transnacionales de infraestructuras o la revisión a la baja que sufre toda la normativa ambiental de la UE, eso y mucho más tiene que ver con la silenciosa invasión de lobbistas que han vivido en la última década los centros de poder en Europa, Norteamérica o Japón.

Los autores de este informe hemos investigado durante año y medio a los reyes del ladrillo, a los gigantes transgénicos, a las empresas de telefonía, a la industria química o al sector nuclear. Tras cada decisión pública que afecta a nuestro entorno, existe un lobby presionando a los poderes públicos, a los medios de comunicación o a los científicos en beneficio de unos pocos. Hemos visto, por ejemplo, cómo la presión sin precedentes de la industria química descafeinaba la Directiva REACH sobre Seguridad Química, pero también hemos asistido al nacimiento de un movimiento ciudadano –ALTER-EU– que trabaja para limitar el acceso de los lobbies a las instituciones comunitarias y aumentar la transparencia de sus actividades para que la opinión pública pueda contrarrestarlas.

Trabajar contra el interés general

No hay mejor ejemplo de cómo operan los lobbies industriales en contra del interés general que la controvertida agricultura transgénica. Los consumidores europeos rechazan el maíz o la soja modificados genéticamente porque la mayoría de ellos, según todas las encuestas, creen que los nuevos vegetales pueden ser perjudiciales para la salud. Las organizaciones ecologistas y un cierto número de científicos alertan de que no existe conocimiento sobre los efectos en el medio de introducir unos organismos genéticamente modificados, esto es, ajenos por completo a la naturaleza y en muchos casos, pensados para combatir cierto tipo de insectos-plaga de los que tal vez dependan especies de pájaros, por ejemplo.

Muchos agricultores, por su parte, temen que la costosa inversión que representan estas semillas y los servicios asociados a ellas, con el tiempo, les lleven a la ruina y concentren la actividad agraria en un puñado de agroindustrias, algo que está ocurriendo ya en EE UU; otros agricultores saben que el flujo de polen transgénico puede contaminar cultivos convencionales o cultivos ecológicos, con lo que se corre el riesgo de que toda la agricultura acabe siendo transgénica. El resultado de todo esto es una abrumadora oposición en toda la Unión Europea, a pesar de lo cual, los gobiernos españoles de la última década han permitido su comercialización y cultivo sin apenas condiciones. ¿Cómo se explica algo así?

Jaime Costa, en nuestro libro, responde a su manera a esa pregunta. En la actualidad es director de Asuntos Regulatorios de Monsanto-España, lo que en la terminología empresarial significa el departamento de lobby. Durante los años del gobierno popular, su presencia en los despachos de Agricultura, Medio Ambiente o Sanidad era constante. Con el cambio de gobierno, y la posición menos clara de los nuevos responsables socialistas, el trabajo de éste y otros lobbistas de la industria agroquímica se ha vuelto más discreto, aunque su influencia en el Ministerio de Agricultura y en los departamentos autonómicos correspondientes sigue intacta –no así en el Ministerio de Medio Ambiente–.

Su trabajo es, al decir de todos los que le conocen, incansable y eficaz: representa en infinidad de actos a Monsanto y a la patronal Asebio, hace presentaciones en reuniones científicas, acude a debates de todo tipo, contesta en cualquier foro a los cibernautas que mencionan a Monsanto, se entrevista con funcionarios de todas las Administraciones, recibe a delegaciones de periodistas, agricultores o funcionarios en campos de demostración sembrados con transgénicos…

Al igual que Monsanto, Syngenta dispone de departamento de lobbying, dirigido por Esteban Alcalde. Pero otros muchos lobbies transgénicos presionan a los poderes públicos desde diferentes ángulos. La Fundación Antama –creada por Monsanto y Syngenta, entre otras– defiende los intereses conjuntos de las empresas agrobiotecnológicas. El Foro Agrario –ligado económicamente a la anterior fundación a través del Observatorio de Bioetecnología– reúne periódicamente a los distintos agentes involucrados en el debate transgénico, incluidos funcionarios y altos cargos de la Administración. Además, presionan activamente y en la misma dirección las patronales biotecnológicas –Asebio, en España, y EuropaBio, en Bruselas–; la Sociedad Española de Biotecnología (Sebiot), que reúne a científicos relacionados con estas tecnologías; la patronal de fabricantes de semillas (APROSE); la Confederación Española de Fabricantes de Alimentos Compuesto para Animales (CESFAC); el Grupo de Empresas Agrarias (GEA, el lobby de las grandes explotaciones agrarias); y la Asociación General de Productores de Maíz (AGPME).

Por si faltase algo a esta temible máquina de presionar, las compañías y las organizaciones creadas por ellas echan mano, cuando es preciso, de bufetes y agencias de relaciones públicas especializados en tratos con el poder, como Burson-Masteller o Power Axl. “Yo creo –explican con rotundidad fuentes de la fiscalía – que es preocupante la presencia de grupos de presión transgénicos en todos los ámbitos políticos de decisión, tanto en España como en la Unión Europea”. “Con el gobierno del PSOE –añaden–, todos estos grupos de presión se están reconstruyendo, esto es evidente. Conocíamos políticas de lobby desde el contexto de la derecha, son más nítidas, pero viene el PSOE y yo me encuentro con políticas de lobby que afectan a mi trabajo… A mí eso me preocupa mucho”.

Que los lobbies funcionan a pleno rendimiento para influir en la política nacional es una realidad innegable, pero la Champions League de los lobbistas es el escenario europeo, particularmente Bruselas. Desde los años 80, las instituciones comunitarias reciben el poder que van perdiendo los Estados comunitarios y ya hoy la UE fija más de la mitad de la legislación de los países, maneja un presupuesto billonario, condiciona con subvenciones la política agraria o la de infraestructuras y sanciona a los países que no siguen sus directrices. Nada de esto se decide hoy sin ser negociado antes con los departamentos de asuntos regulatorios de las multinacionales o con las muchas asociaciones que representan a éstas. Aunque nadie ha votado a esos actores básicos de la política moderna ni nunca saldrán en la foto posterior a cada acuerdo comunitario, los lobbies son la clave que explica la revisión a la baja que sufre toda la normativa ambiental comunitaria, la autorización de los cultivos transgénicos, la desregulación del sector energético o los apoyos descarados que da Bruselas a los combustibles fósiles o a la energía nuclear.

Según estimaciones oficiosas aceptadas comúnmente, existen hoy en la capital comunitaria unos 2.000 lobbies que dan empleo a 15.000 lobbistas, repartidos por los departamentos de asuntos regulatorios de las empresas multinacionales, las asociaciones empresariales, agencias de relaciones públicas, consultoras de asuntos públicos o bufetes legales. Incluso, las ONG intentan compensar la marea desreguladora que impulsan todos los anteriores haciendo ellas mismas lobby en los pasillos de la Comisión o la Eurocámara.

Pero, ¿quiénes son esos lobbistas?

Aunque la inmensa mayoría de los cabilderos, como son también conocidos los lobbistas, representan a un sector económico al margen de cualquier interés social, los profesionales de asuntos públicos, como prefieren llamarse ellos, son casi siempre personas de modales exquisitos y con grandes dotes de comunicadores para vender bien sus argumentos. El lobbista tiene siempre la mejor y más actualizada información en su campo, una exhaustiva agenda de contactos y, muy importante, habla varios idiomas para llegar mejor al parlamentario o funcionario de turno.

Ivo Schmidt trabaja desde hace cuatro años para Eurelectric, la gran patronal de las empresas europeas productoras de electricidad. En sus oficinas de Bruselas, Eurelectric emplea a 35 personas para tratar con las instituciones comunitarias y, con esa plantilla, se puede permitir el lujo de repartirla por los diferentes centros del poder europeo. La especialidad de Schmidt es el Parlamento Europeo, y a él acude –en Bruselas o en Estrasburgo– cada vez que hay plenos, comisiones, seminarios o entrevistas con diputados y asesores de éstos. “Mi trabajo es tener buenas conexiones con los diputados –explica en perfecto español este economista de nacionalidad alemana y portuguesa–, tenerlos informados de lo que nosotros hacemos y estar informados de lo que ellos hacen”. “Si, por ejemplo, se está preparando una directiva, mandamos un informe con nuestro punto de vista o pedimos una reunión con el ponente principal y con los ponentes de los principales grupos políticos cuando la propuesta de la Comisión entra en el Parlamento”. “Si tienes una buena relación establecida, se puede trabajar bien para influir en una decisión porque ellos [eurócratas y diputados] saben que nuestro trabajo es creíble”, concluye.

David Hammerstein, eurodiputado español del Grupo Verde, conoce de cerca al colectivo de lobbistas. “En el Parlamento –explica–, tenemos lobbies hasta en la sopa, y no sólo entran, es que están presentes, entran hasta en las reuniones de las comisiones”. Puede parecer exagerado, pero no lo es en absoluto. La Eurocámara creó, a finales de los años 90, un registro de lobbistas acreditados mediante una tarjeta de acceso total –incluidos plenos y comisiones– a sus dependencias. Según datos oficiales, actualmente, son 4.435 los lobbistas registrados en el Parlamento Europeo, lo que, con un aforo de 732 escaños, da una proporción de ¡seis lobbistas por diputado!

Respuesta social
Hace dos años, cuando la presión contra la Directiva REACH sobre química segura estaba en todo su apogeo y el desencanto de los europeos hacia sus instituciones bajo mínimos, más de 100 asociaciones ciudadanas, entre las que se cuentan Greenpeace, Amigos de la Tierra o el Observatorio de la Europa de las Corporaciones (CEO), se unieron en una plataforma, denominada ALTER-EU, para exigir transparencia en los fines, la financiación y las actividades de los lobbies que campean por los centros del poder comunitario. La propuesta incluye medidas audaces contra el sospechoso trasvase de puestos entre la Comisión y la industria, por ejemplo, prohibiendo a los altos cargos pasados al enemigo privado que trabajen en asuntos relacionados con los expedientes tratados por ellos en su etapa pública. También limita la cuantía de regalos a funcionarios y obliga a hacer públicas las remuneraciones recibidas por participar en charlas, por ejemplo, o los pagos recibidos en concepto de alojamiento y viajes.

Al mismo tiempo, la Comisión Europea lanzaba una propuesta, denominada Iniciativa por la Transparencia Europea, para mejorar el funcionamiento de las instituciones comunitarias y aumentar la confianza en ellas de los ciudadanos europeos. La Iniciativa, elaborada por el comisario Siim Kallas, no iba tan lejos como las propuestas de las asociaciones civiles, pero proponía, aunque tímidamente, limitar las actividades de estos profesionales ante las instituciones políticas, un registro voluntario de lobbies y lobbistas e incentivos para hacer públicas sus actividades, naturaleza y financiación.

Sin embargo, la idea original del comisario Kallas incluía algunas de las propuestas que luego tomarían forma en ALTER-EU y, por ejemplo, establecía un registro obligatorio con abundante información sobre las actividades de cada lobby y lobbista y un sistema de sanciones externas contra prácticas no éticas. Al parecer, las presiones de las tres asociaciones de lobbistas (la de los profesionales en general, la de los cabilderos del Parlamento Europeo y la de los que trabajan en empresas consultoras o lobbistas mercenarios) han surtido efecto para descafeinar también el borrador final de la Iniciativa. No podía ser de otro modo.

Sin embargo, esto no ha hecho sino redoblar los esfuerzos de las asociaciones ciudadanas –fundamentalmente, de las ecologistas– por una transparencia del lobbying como herramienta para reducir la influencia de las grandes corporaciones en la política europea. De momento, las presiones de las entidades ciudadanas, de un lado, y las de los grandes intereses, del otro, hacen imprevisible el desenlace. Cuando menos, la movilización ciudadana ha conseguido que, por primera vez, la agenda comunitaria incluya a los lobbies como tema de discusión. Las Greenpeace, Amigos de la Tierra y compañía tienen claro que sólo si consiguen interesar a millones de europeos en el funcionamiento real de las instituciones comunitarias podrá limitarse el enorme poder político que hoy detentan estos intrusos de las democracias modernas que son los lobbies corporativos.

Los principales cabilderos de Bruselas
En Bruselas coexisten poderosos grupos de interés, que representan a las más grandes multinacionales del planeta, con modestos lobbies de instituciones locales o industrias muy específicas en cuyas oficinas trabajan tres o cuatro personas. Los más influyentes grupos que operan en la capital de Europa son la Mesa Redonda Europea de Industrialistas (ERT, por sus siglas en inglés), la unión de patronales (UNICE), la AmCham (la voz ante la UE de las multinacionales norteamericanas) y la patronal química europea, la CEFIC, que representa los intereses de la primera industria continental.

La otra legión de lobbistas en Bruselas es la que trabaja por encargo, es decir, aquellos que cobran a sus clientes por presionar hoy a un eurodiputado para que ayude a levantar la moratoria europea sobre transgénicos y, mañana, trabaja a un funcionario de la Dirección General de Agricultura de la Comisión para que no se modifiquen las ayudas al aceite italiano. El Observatorio Europeo de Corporaciones (CEO), con sede en Amsterdam, calcula que hay en la capital belga 200 oficinas de consultoría dedicados a la gestión de asuntos relacionados con la política europea.

Todas las grandes firmas internacionales de asuntos públicos, como Burson-Marsteller, Shandwick, APCO, Fleishman-Hillard, Hill and Knowlton, Grayling o Edelman, tienen oficina en Bruselas, y varios cientos más de firmas menores también viven buenos tiempos allí. Además, existen otros 100 bufetes de abogados que se ocupan de los asuntos comunitarios desde una perspectiva legal (por ejemplo, para defender jurídicamente al sector lácteo español de posibles sanciones por exceso de producción) pero que aquí se dedican más a presionar a los políticos, muchas veces, antiguos colegas en el Parlamento o la Comisión. Todos los grandes bufetes internacionales han abierto oficina en Bruselas atraídos por las grandes multinacionales y asociaciones patronales, entre otros, Clifford-Chance, Baker & McKenzie, Fresh Fields, Stanbrook Hooper, Cleary Gottlieb, Linklaters, S. J. Berwin o las españolas Cuatrecasas y Uría & Menéndez.

Puertas giratorias
Lobbies e instituciones comunitarias trabajan puerta con puerta en el barrio europeo, mantienen frecuentes reuniones y, pese al antagonismo intrínseco que supone defender los intereses generales, unos, y los intereses de las empresas, otros, ambas partes van creando a lo largo de los años relaciones que trascienden lo puramente profesional. La industria, una vez más, ha sabido sacar partido a la circunstancia.

“Una forma de lobbismo muy eficaz y frecuente en las instituciones europeas –explica Nadia Haiama, experta en químicos de Greenpeace-Bruselas– es el intercambio de puestos de trabajo entre funcionarios de esas instituciones y lobbistas industriales”. Este fenómeno, conocido como táctica de puertas giratorias, vale tanto para funcionarios de alto nivel que se pasan al enemigo (al que afectan las normas que estaban elaborando) como para los lobbistas que aterrizan en alguna institución comunitaria. En la práctica, este intercambio de puestos siempre favorece a la industria en las dos direcciones: los lobbistas que fichan por la Comisión Europea, por ejemplo, suelen mantener posiciones pro-industriales, y los funcionarios que saltan a la trinchera de la industria lo hacen con una valiosa información de los proyectos e ideas que se cuecen en la institución de la que procede y, con frecuencia, se dedican a presionar a las mismas personas con las que venían trabajando.

Incluso, funcionarios del más alto nivel no tienen mayor empacho en dejar la política europea en algún momento y dar el salto, con sueldos astronómicos, al ámbito privado. Es el caso de los antiguos comisarios Etienne Davignon, Peter Sutherland, Leon Brittan o Martín Bangemann o de los directores Ricardo Perissich, Enrique González Díaz, Jim Currie, John Temple Lang o Jean-Paul Mingasson. Nadie sabe a ciencia cierta el volumen de este tráfico de puertas giratorias en Europa dado que, en la mayoría de los casos, pasan desapercibidos. En EE UU, un reciente estudio de la Fundación PoliticalMoneyLine ha contabilizado 318 antiguos congresistas haciendo lobby a sus antiguos colegas. En Europa, los casos son sin duda cientos y puede que miles.

[1] autores del libro Conspiraciones Tóxicas: Cómo atentan contra nuestra salud y el medio ambiente los grupos empresariales, Ed. Martínez Roca, Madrid, 2007.