La publicidad invade el espacio público de nuestras ciudades

La ocupación del espacio público por parte de la publicidad –comercial, corporativa– a gran escala, es un fenómeno en clara expansión y prácticamente sin réplica. Es el caso de Barcelona, que ilustra este artículo, pero también el de cualquiera de nuestras ciudades grandes y medias.

Josep Crosas, Ecologistes en Acció de Catalunya

El afán de las empresas por promover e imponer sus marcas y productos, y en definitiva atraer a los compradores, encuentra en el espacio urbano un amplio catálogo de emplazamientos donde extender su publicidad. Coronación de edificios, fachadas, medianeras, vallas de obras, mobiliario urbano, cabinas telefónicas, vehículos de transporte público, paradas de autobuses, estaciones de metro, sirven como soporte de todo tipo de elementos publicitarios: lonas gigantescas, rótulos luminosos, pantallas… que asaltan a un espectador cada vez más aturdido.

Esta clase de publicidad callejera, que se suma a la de los medios de comunicación o los eventos deportivos, sociales, culturales, etc., es especialmente insidiosa dado su carácter inevitable, pues a diferencia de lo que ocurre con los anuncios habituales en prensa, radio o televisión, los reclamos en el espacio exterior no pueden ser fácilmente eludidos (pasando página, cambiando de emisora, o simplemente dejando de comprar el periódico), sino que el receptor se encuentra expuesto a ellos, obligado a verlos incluso contra su voluntad.

De aquí el creciente interés por parte de las empresas, que cuentan con la colaboración de una administración en plena fiebre recaudadora, por explotar las distintas modalidades de publicidad urbana. Un formidable negocio que tiene como consecuencia la comercialización del espacio público, convertido progresivamente en espacio de la publicidad (lo mismo ocurre con los transportes públicos y especialmente con el metro), con lo que comporta de privatización del mismo, de contaminación visual de carácter mercantil. Es el caso de Barcelona, que ilustra este artículo, pero también el de cualquiera de las grandes ciudades cuyas calles rebosan de publicidad. Y lo mismo sucede en los entornos maltratados de los suburbios y alrededores de las autopistas, donde proliferan los llamados monopostes y las enormes vallas publicitarias que amenazan con extenderse por la totalidad del territorio.

El auge de las lonas

De entre estos elementos parecería que al menos uno, las lonas publicitarias que recubren las fachadas de edificios en proceso de rehabilitación situados por ejemplo en los barrios céntricos de Barcelona, tiene una justificación gracias a la figura del patrocinio. Avaladas por la campaña municipal “Barcelona, posa't guapa”, las empresas anunciantes aparecen como patrocinadoras de la restauración de dichos edificios o incluso de otras actuaciones de recuperación del patrimonio arquitectónico. Pero éste es sólo el pretexto con que se inició hace años un fenómeno que ha dado pie a un negocio en sí mismo. En rigor, y a pesar de lo que ponga en dichas lonas, nadie se atrevería actualmente a hablar de generosidad de las empresas, sino de utilización publicitaria a gran escala del espacio visual de la calle; sólo el Ayuntamiento sigue con la ficción.

Diversos factores permiten intuir la envergadura del asunto: la importancia de los emplazamientos, puesto que no vale cualquier lugar, sino sólo los enclaves más céntricos y frecuentados; el hecho de que esta publicidad complemente oportunamente las campañas de las grandes marcas, que utilizan la espectacularidad de las lonas, su vistosidad; y finalmente, la existencia de empresas especializadas (tipo GINSA o VSA) que lideran el sector y ofrecen localizaciones en cualquier gran ciudad. Actualmente este tipo de lonas aparecen ya en toda clase de edificios en obras (e incluso sin ellas), basta con que dispongan de un emplazamiento estratégico para situar las imágenes gigantes que adquirirán un protagonismo decisivo. Dada su centralidad, lugares como el Paseo de Gracia o la plaza Cataluña, donde la presión de la demanda y el precio del metro cuadrado de lona provocan una constante rotación de los anuncios, parecen haberse especializado en este género de publicidad colosal.

Mobiliario urbano y transporte “publicitario”

Para lo que no existe excusa alguna, sino simplemente la voluntad reconocida por parte de unos y otros de obtener ganancias, es para la utilización como soporte publicitario del mobiliario urbano, las paradas de autobús, los vehículos de transporte público… Se benefician la administración, que satisface su afán recaudador, y las empresas anunciantes y los concesionarios, que explotan con fines publicitarios un espacio que debería ser de todos.

Mención especial merece la multinacional francesa JC Decaux, que detenta prácticamente la exclusiva de dichos soportes y gestiona además la publicidad en el metro y el aeropuerto. Esta empresa, que presume de haber inventado la publicidad en el mobiliario urbano, domina el mercado con la implantación en decenas de ciudades europeas y una facturación multimillonaria. También ha logrado introducirse en las poblaciones del área metropolitana de Barcelona y puede ver ampliado su contrato con la convocatoria por parte del Ayuntamiento de un concurso para incrementar la publicidad en dicho mobiliario, decisión con la que el consistorio barcelonés espera doblar la cantidad que anualmente ingresa por este concepto. El resultado será la multiplicación de paneles en aceras y en marquesinas de autobuses, elementos que ya destacan por su luminosidad, como ocurre con otros rótulos y pantallas, y van creando el escenario urbano actual salpicado por los signos de la publicidad y las marcas de moda.

Gracias al mismo tipo de colaboración entre administración y publicitarios el espectáculo del metro es deplorable, con andenes y pasillos tapizados con paneles y un uso cada vez más frecuente de los vestíbulos de las estaciones para el despliegue de campañas de las grandes marcas. O los autobuses, muchos de los cuales circulan literalmente convertidos en anuncios sobre ruedas, recubiertos de vinilo incluso en las ventanas, envolviendo prácticamente a los pasajeros.

Repeler la invasión

La invasión creciente del espacio urbano tiene su colofón en el descontrol del extrarradio, ámbito donde se amontonan los carteles en los alrededores de las autopistas, los polígonos y los centros comerciales. O donde surgen concentraciones de postes publicitarios que llenan los intersticios de las carreteras en que han degenerado los campos y entornos fluviales. La permisividad más absoluta parece haberse apoderado de la periferia barcelonesa, donde la publicidad crece a un ritmo inusitado, degradando aun más, si cabe, el paisaje. Especialmente ejemplificadora resulta la colonización de la zona del aeropuerto del Prat, con su acceso transformado en un lamentable pasillo publicitario y el propio recinto habilitado por sus gestores como un gran centro de consumo.

Ante tal avalancha, y la probada complicidad de la administración, cabe plantear la necesidad de organizarse, como sucede desde hace tiempo en Francia, Canadá o Gran Bretaña, donde existen grupos antipublicidad que llevan a cabo actos de piratería consistentes en tachar, tergiversar o abatir los anuncios. Aunque puede que la propia ordenanza cívica recientemente aprobada por el Ayuntamiento barcelonés esté ya previniendo este tipo de reacción. La norma, dicen, defiende al mobiliario urbano contra los actos vandálicos y grafiteros, pero puede acabar protegiendo también de cualquier alteración a muchos de esos objetos de finalidad exclusivamente publicitaria que están ahí sin que nadie lo haya pedido.

Este activismo, actualmente empujado a la clandestinidad y aislado frente a la indiferencia de la mayoría de la población, deberá intentar plantar cara a la propia agresividad publicitaria. Se trata de desprestigiar, como se pueda, dicha publicidad invasora, de detener su expansionismo, y aunque no suprimirla, sí ponerla en su lugar como la mera herramienta informativa de las actividades humanas que, en todo caso, debería ser.