Actuamos casi a ciegas en el subsuelo, generando graves riesgos.

Rafael Yus Ramos, Doctor en Ciencias, Ecologistas en Acción de Málaga. Revista El Ecologista nº 79.

A la preocupación que ha generado la posibilidad de que se generen terremotos por el empleo de la fracturación hidráulica, se une ahora el temor por las consecuencias similares de otras técnicas, que también conllevan la inyección o extracción de fluidos del interior de la tierra. Es el caso de la inyección de gas, y se trata de un riesgo muy real tal y como ha mostrado recientemente la plataforma Castor.

En un artículo anterior desarrollamos la relación entre fracturación hidráulica (fracking) y la inyección de sus aguas residuales tóxicas en antiguos pozos petrolíferos, con la sismicidad (Yus Ramos, 2013), una relación que las empresas energéticas vinculadas a esta técnica suelen desdeñar como algo de escasa significancia y, por lo demás, controlable. Dicha revisión mostró numerosos estudios científicos realizados en diversas partes del mundo que advierten sobre los peligros reales que entraña este tipo de técnicas, pues estamos muy lejos de poder prever y controlar sus efectos, especialmente los de tipo sísmico.

En realidad estos riesgos se conocían desde los años 60s. Por ejemplo el estudio de Healy (1968) ya establecía una relación entre el fracking y terremotos de hasta M5,4 en Denver (Colorado, Estados Unidos). Aquellos estudios han ido corroborándose desde entonces hasta la actualidad, con evidencias cada vez más fundamentadas, gracias al aumento de conocimientos sobre Sismología, en zonas muy diversas del globo terrestre. Desde entonces se maneja el concepto de sismicidad inducida, es decir, terremotos provocados por la actividad humana, no por causas tectónicas naturales.

En los últimos años, sin embargo, hay toda una serie de actividades de almacenamiento que se están desarrollando en el subsuelo, ese nuevo horizonte de la antroposfera que hasta hace poco se ha mantenido aparte de la febril actividad humana. La explotación de los acuíferos, la minería subterránea y la extracción de petróleo y gas, han sido las actividades dominantes en los últimos años. A estas etapa de explotación le sigue, actualmente, una etapa aún más agresiva: la comentada fracturación hidráulica (fracking) de los esquistos del subsuelo para liberar el gas acumulado en sus poros y, ahora, el uso del subsuelo para almacenamiento de sustancias como el gas natural (para atender picos de demanda de energía) y de dióxido de carbono (como opción cómoda para reducir las tasas de contaminación y la consiguiente contribución al cambio climático).

En todas estas operaciones hay un denominador común: se está actuando a ciegas. Aunque el conocimiento geológico cada vez es más preciso, y disponemos de medios técnicos para conocer en cierta medida la estructura del subsuelo, todavía falta mucho para conocer con precisión el comportamiento de los materiales confinados a altas presiones, al producirse en ellos cambios debido a las extracciones e inyecciones de sustancias que impregnan sus poros y grietas. Estos cambios físicos o mecánicos están detrás del comportamiento de los materiales ante la presión, su cinemática y por tanto su tectónica, la capacidad de propagar pequeños movimientos y sumarse con efecto dominó, creando enjambres sísmicos y actuando sobre fallas conocidas o bien no tan conocidas o dormidas. Este desconocimiento se convierte en un riesgo real por las prisas de las empresas de energía por realizar operaciones millonarias con el mínimo de compromisos administrativos, como son los estudios preventivos, que podrían ralentizar seriamente los beneficios de sus inversiones. Tal vez por ello, el estudio del subsuelo, mediante técnicas sísmicas, no se haya incluido entre las actividades de obligado cumplimiento en los estudios de impacto ambiental de estas operaciones en el subsuelo.

Las primeras señales de alerta aparecieron a al relacionar terremotos durante el llenado inicial los embalses de agua, o cuando se producían lluvias intensas que incrementaban la presión de los acuíferos (como ocurrió en Torreperogil, Jaén), a consecuencia de lo cual los materiales geológicos, al soportar un incremento notable de presión hidrostática (por el peso del agua) activaban pequeñas fallas existentes en la zona, hechos que llevarían a acuñar el término de sismicidad climática. Por otra parte, están los estudios sobre las causas del terremoto que asoló la localidad de Lorca en el año 2011: una extracción continuada de agua del acuífero existente bajo dicha localidad modificó las características geotécnicas de las rocas del subsuelo y ello facilitó la activación de antiguas fallas existentes en la zona, y con ello el mencionado terremoto. A estos casos en los que el peso del agua está implicado (hidrosismicidad) sumamos la larga lista de evidencias que relacionan la inyección de agua residuales en antiguos pozos de petróleo, pare recuperar restos de petróleo, o bien durante las operaciones de fracking, para liberar el gas natural de las rocas (esquistos) expuestas en un artículo anterior (Yus Ramos, 2013). Y finalmente, la indudable relación entre almacenamiento de gases (sea gas natural o CO2) en el subsuelo, como veremos en el presente artículo. El principio básico es el cambio que provocamos en la mecánica de las rocas situadas a gran profundidad, como es la relajación de las tensiones acumuladas en los planos de las fallas, debido a la presión hidrostática y la presión intersticial o en los poros, disparando un movimiento (que se traduce en sismo) que de forma natural podría necesitar cientos o miles de años.

Precedentes que relacionan almacenamiento de gas y sismicidad

Los estudios que relacionan sismicidad con almacenamiento de gas son poco numerosos aún, a diferencia de los relativos a la inyección de fluidos. En principio, cabe esperar que la inyección de gas cause menos cambios tectónicos que la inyección de agua (para el fracking) o las aguas residuales contaminadas de operaciones de rescate de petróleo residual o las usadas en el mismo fracking. La razón de ello es que el agua es incompresible y por lo tanto tiende a transferir hidráulicamente presión a la roca, causando más deformación de la misma. En cambio, los gases son compresibles y transfieren menos presión a la roca. Sin embargo, aparte de que también depende de la presión que se alcance con el gas, hay algunas evidencias que prueban una relación directa entre sismicidad y almacenamiento de gas.

Una de las últimas revisiones del estado de conocimientos sobre este tema fue realizada por el geólogo británico D. J. Evans (2008), que incluyó varios estudios relacionados con el almacenamiento de fluidos (aguas residuales) y gases en dos tipos de depósitos: intrusiones salinas y materiales porosos como los antiguos yacimientos de petróleo o gas. Centrándonos en el segundo tipo, que es el más usado en nuestro país, la revisión recogió solo dos casos. El primero es el caso del almacén de gas en Germigny-Paris (Deflandre et al., 1993), que registraron la microsismicidad entre 1991 y 1992, totalizando 27 eventos microsísmicos sin repercusiones estructurales, no relacionándose con falla alguna, sino con una reducción de la tensión efectiva a lo largo de planos de diferentes litologías en una secuencia sedimentaria no fracturada. El otro se refería al control sísmico llevado a cabo por la Universidad Estatal de Pennsylvania (Hardy et al., 1972, 1981), consistente en registrar la actividad microsísmica tras la inyección de gas en un almacén subterráneo de New Haven, durante cinco años, observándose la microsismicidad del almacén disminuía con el aumento de presión, lo que sugería que la estabilidad estructural del almacén aumentaba con la presión de almacenaje. Ambas observaciones teóricamente demuestran que, a una presión adecuada, el almacenamiento de gas, aunque produce microsismos, es poco activo tectónicamente, aunque al parecer los sustratos no estaban previamente fracturados, lo que impide utilizar estos datos a otras realidades de mayor riesgo.

En Holanda, Eck et al. (2006) muestran la sismicidad asociada a la explotación de gas natural, extendida en toda la zona, desde 1960. Se registraron eventos de pequeña a mediana magnitud (máximo M.3.5), superficiales (4 km) inducidos por esta explotación de gas, causando poco daño estructural (ej.mampostería), pero mucha preocupación a la población. Los datos demuestran que la extracción de gas provoca cambios mecánicos y estructurales que se traducen en movimientos tectónicos que desencadenan actividad sísmica, pero el estudio no profundiza sobre dichos mecanismos.

Seguidamente, en el mismo país, se realizó un estudio detallado sobre sismicidad asociada a la inyección y almacenaje de gas en el campo de Bergermeer (Bergen, norte de Amsterdam), con el fin de determinar el riesgo sísmico (Hager & Toksoz, 2009). Se asumía que esta actividad puede implicar cambios tanto en la presión como en la temperatura, resultantes de la inyección de gas frío (en los estados iniciales del proyecto) y de la producción de gas. Estos cambios de presión y temperatura generan cambios tanto en las tensiones locales termoelásticas y poroelásticas, como en las tensiones asociadas con la compactación y expansión diferenciales. Fue el primer estudio que realizó un modelado geomecánico de las rocas encajantes para evaluar el riesgo sísmico. Los terremotos que se registraron en este periodo nunca superaron la magnitud M.3.9 durante la fase de inyección. Se desconocen los efectos a largo plazo y se indica la necesidad de disponer de más datos sobre la estructura tectónica del subsuelo.

Otros estudios están relacionados con otro gas de importancia estratégica: el dióxido de carbono (CO2), ya que entre las estrategias de lucha contra el cambio climático algunos países han optado por enterrar (secuestrar) el gas en el subsuelo inyectándolo como cualquier otro gas. Los datos que disponemos de esta experiencia son relevantes para los casos de gas natural. De este modo, se constata una relación directa entre sismicidad inducida y almacenamiento de gas. La explicación geofísica, según Zobacka & Steven (2012), es que, dada la naturaleza críticamente estresada de la corteza terrestre, la inyección de fluidos en pozos profundos puede disparar terremotos cuando esta inyección aumenta la presión de poro en las proximidades de fallas preexistentes potencialmente activas. Este aumento de presión de poro reduce la resistencia de fricción en el labio de falla, permitiendo que la energía elástica ya almacenada en las rocas del entorno se liberen, dando lugar a temblores de tierra similares a los que se producen en procesos geológicos naturales. En este sentido, las mediciones de estrés en agujeros profundos confirman la naturaleza críticamente estresada de la corteza en interiores continentales, en algunos casos en lugares directamente relevantes por su idoneidad para secuestro de CO2 a gran escala. Por ejemplo, las medidas de estrés en agujeros profundos en la planta de energía de Mountaineer, en Ohio River, West Virginia, indican una severa limitación en la tasa a la que debería inyectarse el CO2 sin la presión resultante del deslizamiento de fallas preexistentes. Dada la baja permeabilidad de las formaciones en profundidad, se debe esperar que un aumento de presión de poro dispararía el deslizamiento de fallas preexistentes si la tasa de inyección de CO2 excede aproximadamente 1% de los 7 millones de toneladas de CO2 emitidos por la planta de Mountaineer cada año.

La situación se complica cuando se contempla la tectónica a un nivel más general que el simple lugar de almacenaje. Un inquietante estudio realizado por Davis & Pennington (1989) en el campo petrolífero de Cogdell (oeste de Texas, USA), mostró que durante las operaciones de recuperación de petróleo residual mediante inyección de agua, se producían terremotos que alcanzaban valores críticos. Tras el estudio se comprendió que estos terremotos se daban en una frecuencia relativamente baja y procedían de fallas preexistentes en la zona, pero que la causa de su activación y mayor frecuencia no estaba en el campo de Cogdell, sino en los alrededores, donde había miles de pozos que también acusaban estas operaciones. Sin embargo, en los alrededores la sismicidad era pequeña o nula, lo que indicaba que las operaciones de inyección de fluidos a alta presión en los alrededores estaban produciendo una deformación asísmica, aunque teóricamente lo suficientemente fuertes como para producir fracturas. En efecto, el retraso de larga duración entre el comienzo de la inyección y la producción de sismicidad puede corresponder con el tiempo requerido para que las presiones de fluidos sobre una falla pre-existente alcance valores críticos o pueda ser el resultado de la evolución de un patrón de inyección por el que la migración hacia dentro de los pozos produce fracturas asísmicas cuyas cargas actúan sobre tensiones más fuertes en el centro del campo.

Estos estudios son todavía escasos, pero muestran que hay una relación entre almacenamiento de gas y sismicidad, al menos de pequeña a mediana magnitud. Pero todavía desconocemos cómo actúa la tectónica de lugares más o menos cercanos y la naturaleza de los cambios físicos y químicos que se producen en el subsuelo a consecuencia de estas operaciones, que varían según la historia tectónica, la naturaleza de las rocas y la actividad humana de los alrededores. Por otra parte, nada se ha investigado sobre los cambios que puede acusar un yacimiento de hidrocarburos cuando no solo cuando es explotado, sino también cuando al terminar se va rellenando de agua por acuíferos o agua marina, y cuando luego se expulsa para usarlo como almacén, reemplazando dicho volumen con gas. Con toda seguridad el sustrato rocoso sufre cambios mecánicos y químicos significativos en todos estos cambios, tanto en su composición, como en su textura, elasticidad, etc., afectando directamente a la respuesta potencial ante cada nueva tensión por los fluidos. Tampoco sabemos si los cambios que se producen en la explotación hacen más activas las fallas cuando reciben movimientos sísmicos producidos lejos de su ubicación actual, como parece haberse demostrado con el fracking. Finalmente, están los efectos retardados, pues depósitos de gas agotados muestran actividad sísmica medio siglo después, como se ha demostrado en el yacimiento de A Lacq (SW de Francia). Todo lo cual da un enorme e inquietante rango de variabilidad de respuestas posibles sobre las que no tenemos suficientes conocimientos para prevenirlas.

El caso del proyecto Castor

No sin una fuerte oposición de organizaciones ciudadanas y ecologistas del Levante español, en el año 2008 se aprobó un proyecto de almacenamiento de gas natural en una antigua explotación de petróleo situada a 22 kilómetros del litoral de Vinarós (Castellón). El proyecto se aprobó con todas los trámites e informes técnicos favorables, incluido un estudio de impacto ambiental que, como contempla la ley, no incluye la exigencia de realizar estudios sísmotectónicos del subsuelo.

El almacén, de la empresa Escal UGS, el mayor de los cinco planeados en España (tres de ellos ya construidos en Huesca, Guadalajara y Guipúzcoa), con 1.900 millones de metros cúbicos de capacidad, situado a una profundidad de 1700 m, está conectado a una planta de la compañía Enagas situada a 8 km de la costa, que dirige el gas a la plataforma marina de inyección, mediante un gasoducto de 30 km de longitud. Las operaciones comenzaron en el mes de junio, inyectando primero gas colchón para asentar el depósito y comprobar que la instalación funciona bien. Esta operación se reanudó un mes después, finalizando el 16 de septiembre la última tanda, habiendo almacenado entonces 102 millones de metros cúbicos de gas colchón, de los 124 programados, momento en que se paralizaron las operaciones.

Durante las operaciones, desde el 9 de septiembre, empezaron a registrarse microsismo, contabilizándose cerca de 300 en todo este periodo desde entonces. Posteriormente a la paralización de las operaciones, desde el día 17 de septiembre los sismos empezaron a subir de M1.5 a M2.5, siguiendo así todos los días hasta la madrugada del día 24 en que se registró un temblor de M3.6, el día 25 otro de M3.0, pero el que alarmó a toda la población fue el que se produjo el martes 1 de octubre, que alcanzó ya la M4.2, seguido por otro de M4.1 em la madrugada del día 3 del mismo mes. Estos terremotos, con epicentro en las islas Columbretes, son los de mayor magnitud en el área desde el año 1975, lo que revela que la zona es muy poco sísmica. Lo interesante de la cuestión es que, fue durante las dos semanas después de terminar las operaciones de inyección, cuando se produjeron los terremotos de mayor magnitud, lo que nos indica que hay un desfase entre el llenado y los sismos que revela que los cambios no son inmediatos, y por tanto no predecibles como para adoptar medidas preventivas.

Según el catedrático de geología José Luis Simón, la asociación temporal entre la inyección de gas en el subsuelo y la ocurrencia de terremotos parece demostrar una relación causa-efecto. En su opinión, “la inyección de gas provocó un cambio en el estado de tensiones del terreno, contrarrestando (haciendo de colchón o amortiguador) una parte de la presión confinante producida por el peso de las rocas. La tensión cortante o de cizalla, la que tiende a mover las fallas, se mantenía sin embargo constante. Así, dichas fallas, sometidas a las tensiones naturales pero habitualmente bloqueadas en su movimiento mientras la presión perpendicular las mantiene sujetas, han podido sufrir un movimiento brusco al liberarse esta última. Los terremotos no serían causados realmente por la inyección del fluido, pero sí inducidos o detonados. Son terremotos que, tarde o temprano, se habrían producido en la zona, pero la inyección los adelanta y los concentra en el tiempo”.

Por su parte, el profesor Aretxabala (2013) advierte que, pese a la liberación de energía en pequeños y medianos terremotos en las fallas submarinas de Vinaroz, no podemos “cantar victoria” porque la sismicidad tiene una importante componente de contagio, es decir, de transferencia de esfuerzos, una especie de “efecto dominó” que ya es conocido en otros lugares. Aparecen epicentros más alejados de las primeras fuentes y también hipocentros más profundos. Fallas dormidas de más longitud pueden perfectamente ser tocadas y sumarse a este proceso. Algunas de esas fracturas recientemente despiertas por las inyecciones de gas no son muy grandes, pero lo suficiente (10-20 km de longitud) como para provocar terremotos de mayor magnitud que hasta la fecha, continuando tierra adentro.

Los hechos acontecen en un contexto en el que se mezcla el conocimiento geológico de unas cosas (que aconsejarían tomar medidas de prevención) con el desconocimiento geológico de otras (que aconsejarían aplicar el principio de cautela). Por ejemplo, los geólogos saben que la inyección de sustancias en el subsuelo (agua, gases) provoca movimientos sísmicos de pequeña magnitud, pero que potencialmente pueden provocar otros de mayor magnitud. También se sabe que en la corteza terrestre sumergida de la zona de Castor hay numerosas fallas tectónicas sometidas a tensión permanente debido a un proceso que ocurre en esta zona desde hace millones de años, causadas por un estiramiento o extensión de la corteza terrestre en la horizontal, consecuencia del cual es el propio hundimiento del golfo. Muchas de esas fallas están también tierra adentro; se conoce su evolución y tienen abundantes evidencias de actividad cuaternaria reciente, por lo que pueden considerarse como fallas activas, conocidas por la ciencia desde hace veinte años. La explotación petrolífera (hoy de almacenamiento de gas) Castor, está precisamente encima de una de estas fallas, la falla de Amposta, de 51 km de longitud (a unos 10-12 km del punto de inyección), y otras dos de 18 y 31 km, que de haberse activado habrían producido terremotos de mayor magnitud, por lo que seguramente esta operación afortunadamente solo ha provocado o activado una falla de menor dimensión. En efecto, el mencionado profesor Simón dice al respecto que “Si la sobrepresión del gas llegase a afectar a una de las fallas importantes, podría desencadenarse en ella un movimiento y, en consecuencia, un terremoto de magnitud mayor que la registrada hasta ahora. Por ejemplo, una falla de 10-15 kilómetros de longitud puede producir terremotos de magnitud Richter de 6 a 6,5 en ciclos de varios miles de años. Cada vez que se produce uno, la tensión se relaja, pero empieza otro periodo de miles de años en que se va recargando. Si se diese la circunstancia de que el último terremoto se produjo hace 10.000 años y, en condiciones naturales, el siguiente habría de producirse dentro de otros mil, la inyección de gas podría hacer que ocurriese ahora, y sería casi tan fuerte como el máximo que la falla es capaz de provocar”.

Junto a estas evidencias hay todavía muchas lagunas que aconsejarían detener este tipo de operaciones por aplicación del principio de precaución. Por ejemplo, no sabemos bien qué tipo de transformaciones mecánicas se producen en los materiales del subsuelo sometidos a grandes presiones, comportamiento que obviamente varía según su composición y textura. No sabemos cómo actúa sobre microfracturas, si estas microfracturas provocan un efecto dominó, o un efecto sumativo y activan fallas activas o incluso fallas “durmientes” o incluso provocan enjambres de fallas. No sabemos cuándo se producirán estos efectos, y por tanto no valen los sistemas de monitoreo, porque éstos pueden dar microsismos sin importancia, y producirse efectos mayores días o incluso meses después de efectuarse la operación. No sabemos tampoco si estas actividades dejan a sistema más sensible y vulnerable ante movimientos sísmicos producidos en zonas más o menos alejadas (en Estados Unidos, una falla sensibilizada por fracking fue activada tras un terremoto en Asia). No sabemos si esta sismicidad inducida puede provocar movimientos en masa de sedimentos marinos inestables como los situados en el talud continental, fenómeno que podría producir un tsunami, como demostraron en un modelo teórico el Instituto Español de Oceanografía en el Mar de Alborán. Y no sabemos muchas cosas que ahora ni podemos plantearnos porque están pendientes de resolver por la ciencia. La prueba es que hasta ahora se han formulado las hipótesis más peregrinas sobre el origen de estos terremotos: para unos ha sido un corrimiento de sedimentos submarinos, para otros el desplome de una caverna submarina, aunque la mayoría están de acuerdo que el origen es tectónico (fallas). El mismo equipo técnico de las operaciones están sorprendidos porque, según afirman los responsables de Escal UGS, esperaban microsismos pero no un terremoto de grado M4.2 y menos aún que ocurriera a las dos semanas de realizarse la operación. Ello es una clara demostración de que la ciencia carece de suficientes conocimientos sobre qué sucede en el subsuelo cuando se realizan estas operaciones y menos aún tiene capacidad para prevenir los efectos de las misma. Recordemos aquí, una vez más, lo que decía hace poco el geólogo francés Jean Philippe Avouac: “sabemos cómo iniciar los terremotos, pero aún estamos lejos de saber cómo controlarlos”.

También habría que considerar aquí otra clase de riesgos que no han trascendido a los riesgos y que sin embargo fueron advertidos por el Dr. Miguel de las Doblas (2013), del Museo Nacional de Ciencias Naturales (CSIC). Este geólogo advirtió, durante la tramitación del proyecto, que la sismicidad inducida por el almacenamiento de gas en Castor podrían provocar la rotura de la parte superior del almacén subterráneo (justo donde se encuentra una falla activa, que la empresa, lejos de verla como una amenaza, la considera como una “tapadera” efectiva para el almacén de gas). Esta fractura liberaría bruscamente el gas natural produciendo un desastre ecológico de magnitud impredecible en el entorno marino y en las poblaciones costeras, con consecuencias mucho más graves que los propios terremotos de pequeña intensidad. Aunque, por la alarma social, se hayan suspendido estas operaciones de inyección de la plataforma Castor y los terremotos vayan remitiendo poco a poco, el riesgo de que uno de estos temblores termine de romper la parte superior del almacén subterráneo es absolutamente cierto desde un punto de vista científico. De hecho, los autores han comprobado que el enjambre sísmico creado al E de Vinaroz tiene una marcada alineación NW-SE paralela a una de las principales directrices tectónicas de la península ibérica, y por lo tanto la sismicidad de la región se corresponde con una falla de esta misma dirección activada por la acción humana. Estos desastres ya se han producido en otros puntos del globo, como las fugas de metano en el Golfo de Méjico durante las operaciones de extracción de hidrocarburos en esta región, con consecuencias nefasta para la fauna y flora marinas.

A pesar de estos conocimientos, nada se hizo para conocer mejor la estructura tectónica de los fondos marinos y el comportamiento de las fallas ante movimientos sísmicos, aprobándose el proyecto sin más reparos que los derivados de posibles accidentes ¿Qué ha fallado aquí? Prácticamente todo, y pensamos que todo ello forma parte de otra serie de medidas que revelan unas inusitadas prisas, no exentas del afán de lucro de una parte y por lograr resolver los asuntos energéticos en nuestro país por la vertiente de las energías no renovables, por parte de otra. Si a ello le unimos las políticas de desmantelamiento de las inversiones en energías renovables, solo nos queda un denominador común: el enriquecimiento de las empresas energéticas que operan en nuestro país, de la mano de nuestros propios gobernantes.

Referencias bibliográficas

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