La experiencia de la cooperativa Manduvira en Paraguay.

Mariola Olcina Alvarado. Redacción. Revista Ecologista nº 92.

Manduvira es una cooperativa situada en Arroyos y Esteros, una localidad de 24.000 habitantes al sur de Paraguay, que se dedica a la producción de azúcar proveniente de caña dulce cultivada de forma agroecológica. Está formada por más de un millar de personas campesinas que producen unas 15.000 toneladas de azúcar al año y que comercializan bajo la fórmula de comercio justo en más de 25 países del mundo.

Históricamente, la mayor parte del territorio de este municipio se ha dedicado al cultivo de la caña de azúcar, pero los y las agricultoras no estaban acostumbradas a fertilizar sus campos y la caña dulce es voraz en la absorción de nutrientes.

Durante este tiempo, la tierra se ha ido empobreciendo. En los últimos análisis realizados, los suelos muestran bajos niveles de fertilidad. “Queremos devolver al suelo los nutrientes que la caña extrae”, dice Deiby Cano, responsable de la planta fertilizante que acaba de poner en marcha Manduvira; pero se niegan a utilizar químicos porque no cuadra con su filosofía: “La fertilización orgánica ve el suelo como un ser vivo, de forma que cuando lo alimentas, va a proporcionar los nutrientes necesarios a la planta”, explica el ingeniero.

El cultivo de azúcar en Paraguay produce en ecológico y con cosecha manual, unas 60 toneladas de caña por hectárea, frente a las 160 toneladas que produce Brasil. Esta diferencia se debe a la utilización de pesticidas y fertilizantes químicos y a la mecanización de la cosecha, que implica que la caña se contamine cuando es cortada de forma no manual, según nos cuentan en la cooperativa. “La fertilización química solo piensa y da alimento a la planta, y aunque te proporciona más producción por hectárea en el corto plazo, va a eliminar la vida microbiana de la tierra, va a contaminar el suelo y los cauces hídricos de forma que no es sostenible en el tiempo”, argumenta Cano mientras nos muestra la enorme pista de compostaje al aire libre. Situada a unos metros de la fábrica, la planta fertilizante se nutre principalmente de los deshechos de la caña resultante de su procesamiento y, además, en pocos meses, contará con un laboratorio de suelos.

Cooperativa azucarera Manduvira. Foto: Ana Sánchez, IDEAS.

Residuos fabriles que fertilizan

La planta abonera se puso en marcha en 2015 gracias al Ministerio de Agricultura y Ganadería de Paraguay. “Con esta ayuda hemos podido formarnos en la producción orgánica de abono y comprar equipos y maquinaria que faciliten el proceso de compostaje como, por ejemplo, un camión tumba que prepara las pilas de compost”, cuenta Leticia González, ingeniera agrónoma y responsable de proyectos de la cooperativa. Siempre midiendo el impacto ambiental de sus acciones, este camión también se va a encargar de repartir el abono a las personas productoras para evitar que se desplacen y gasten energía. Una de sus preocupaciones a la hora de iniciar el proceso hace un año fue el análisis de sostenibilidad de todas las materias primas propias y foráneas.

En primer lugar, idearon un plan de gestión de deshechos sólidos de la fábrica para reaprovecharlos en beneficio de la fertilidad de la tierra. La fábrica de Manduvira procesa 1.100 toneladas de azúcar al día y genera aproximadamente 50 toneladas de deshechos. En la cooperativa son conscientes de que “si esos residuos no fuesen tratados estarían produciendo gases tóxicos para el ambiente”, dice Cano, “es un problema que se convierte en una oportunidad, porque nosotros lo convertimos en abono orgánico y cerramos el ciclo”.

Del eficiente procesamiento de la caña en la fábrica, donde toda la energía se reaprovecha y se recicla el agua, surgen tres deshechos sólidos que se aprovechan íntegramente y que suponen el 70 % del compost orgánico, mientras que el otro 30% se compone de estiércol vacuno, gallinaza (excrementos avícolas), termiteros (el nido de las termitas que construyen con su saliva, excrementos y arena), abonos verdes triturados (que nitrogenan el suelo) y microorganismos que se encargan de acelerar el proceso de descomposición. Estos deshechos que no son propios de la fábrica, se compran a los socios y así “damos la oportunidad a la ciudadanía de generar ingresos en la venta de estiércol de sus animales”, concluye.

Además, el estiércol vacuno proviene sobre todo de los bueyes que utilizan las productoras para transportar su producción de azúcar a la fábrica. El círculo se cierra cuando resulta que estos animales se alimentan de las partes de la caña que aún no están maduras y que no sirven para la molienda. De este círculo son conscientes en la cooperativa, que en época de “zafra” (recogida y procesamiento de la caña), cuando organizan los turnos para recepcionar la materia en la fábrica, dan prioridad a las productoras que transportan su producción en carro tirado por bueyes por dos razones: la caña está recién cortada y tiene más nutrientes, y los animales no pueden esperar al sol hasta ser descargada la carga. El respeto animal y la calidad del alimento son elementos inseparables.

Un laboratorio de suelos

Hasta el momento, la fertilización de los suelos se ha hecho a ciegas. “No sabemos qué necesita el suelo y qué nutrientes tiene antes de ser fertilizado”, comenta González. Por ello, la cooperativa ha decidido crear un laboratorio de suelos, con la financiación del Ayuntamiento de Córdoba y la organización de Comercio Justo, IDEAS. “Cuantificar los nutrientes que la caña extrae del suelo, nos va a permitir elaborar un abono específico para cada campo, agregando elementos al compost para reforzar, por ejemplo, el contenido de fósforo, potasio, magnesio o calcio”, explica la ingeniera.

Además, en el laboratorio van a desarrollar la microbiología: “vamos a producir hongos trichoderma para incorporar al compost”, nos cuenta Laura López, estudiante de ingeniería ambiental y futura trabajadora en el laboratorio: “Estos hongos son benéficos porque combaten el efecto negativo de otros hongos dañinos para el cultivo de la caña de azúcar y así evitamos usar productos sintéticos”, añade. Como ella, cientos de hijos e hijas de socias encuentran en Manduvira una oportunidad para desarrollar su carrera profesional y su proyecto de vida.

La dulce revolución de Manduvira

Laura tiene 21 años, está escribiendo su tesis para aplicarla al laboratorio de suelos y sus padres son productores de caña. Deiby tiene 28 años, es ingeniero ambiental y su padre fue uno de los impulsores de la cooperativa. Leticia tiene 35 años y es ingeniera agrónoma; lleva a penas dos años trabajando en Manduvira y admite que está “enganchada” a esto del comercio justo. Son la nueva generación que ha vivido como sus madres, padres, abuelos y abuelas han dedicado su vida a cultivar caña de azúcar. Un cultivo que da sus frutos una vez al año y que en pequeñas explotaciones —que son la mayoría en esta zona del país— no da para grandes lujos. ¿Por qué lo hacen, entonces? “El cultivo de la caña es un rubro cultural de esta zona y el comercio justo nos permite hacer lo que nos gusta, sin causar impacto ambiental ni afectar la vida de otros”, asevera Cano. “Manduvira es la posibilidad de seguir existiendo”, remarca López.

La cooperativa tiene detrás una potente historia de superación y lucha colectiva. En 2006, las y los productores se rebelaron contra los patronos que controlaban el proceso de manufactura del azúcar. Se negaron a entregar su producción por unos precios que consideraban indignos. Así empezó la “Revolución dulce”. El camino no fue fácil, pero hoy controlan todo el ciclo de producción y comercialización, y hasta tienen su propia fábrica energéticamente eficiente.

Un suelo sano, una comunidad próspera

La mitad de la población de Arroyos y Esteros se beneficia de la actividad de la cooperativa, ya sea directamente del cultivo de caña o de la prestación de crédito para financiar estudios universitarios o huertos agroecológicos. Además, gracias a la prima que otorga el comercio justo, la cooperativa puede invertir en las necesidades de su comunidad, como la dotación de servicios sanitarios —odontología, oftalmología y otros cuidados básicos— , la inversión en educación —donando material escolar— y en formación —con talleres de género, reforestación o teatro—.

Con una conciencia ambiental más fuerte que los objetivos monetarios, esta cooperativa sí tiene claro que cuidar su tierra es generar bienestar y economía para la comunidad. Porque en un suelo sano, una comunidad sí prospera.