El turismo industrial provoca graves impactos en los territorios y sociedades receptoras.

Yayo Herrero, Ecologistas en Acción. Revista El Ecologista nº 53.

El turismo es una de las mayores industrias del mundo. Su impronta en las sociedades receptoras y en sus territorios es demoledora (basta fijarse en nuestra costa mediterránea). En los viajes a países exóticos del sur, el turista busca imágenes estereotipadas que le son facilitadas por la industria en poblados y entornos que no son sino enormes decorados, vigilados y a resguardo de los problemas sociales y ambientales del lugar.

Un grupo de estadounidenses achicharrados por el sol se come un cocido en el restaurante madrileño Botín, ése en el que comió Heminway, un 10 de agosto de 2006 a las 19:30. Ciento quince españoles, vestidos con chilabas, montan en camellos que llevados de las riendas por muchachos egipcios, les conducen hasta una jaima-tienda, desierto adentro, en la que pagan por la misma arena que pisan, pero envasada. Una pareja de recién casados pasa su luna de miel encerrada en un centro comercial flotante de seis plantas que transporta a 5.000 personas de un puerto a otro del Mediterráneo. Catorce profesionales europeos de éxito, vestidos de Coronel Tapioca de los pies a la cabeza, atraviesan por la mañana un salar en burro, se tiran a mediodía desde la cima de un monte en parapente, descienden por la tarde los rápidos de un río agarrados a una tablita y se reponen por la noche en un hotel con piscina, aire acondicionado, sauna y camareros disfrazados de indígenas.

Todas estas personas tienen tres cosas en común: son turistas, son clientes de empresas líderes de uno de los sectores de mayor crecimiento económico y, una tercera coincidencia, el tipo de vacaciones que éstas les han vendido provoca graves impactos ecológicos y sociales en los territorios y sociedades receptoras.

El turismo constituye hoy una de las mayores industrias del mundo. La explosión del transporte a precios bajos ha permitido que determinados sectores sociales, hayan aumentado la frecuencia, la distancia recorrida y la complejidad de los servicios requeridos en sus viajes vacacionales. En las últimas décadas el crecimiento exponencial del sector turístico ha cuadruplicado al de la economía mundial.

Países como España reciben anualmente un número de visitantes casi mayor que su propia población, concentrados en unos pocos meses y en algunos lugares (las islas, la costa mediterránea y la Comunidad de Madrid). Los no hace mucho pequeños pueblos de pescadores, como Santa Pola, están llenos de edificios de más de quince pisos y tienen una densidad de población similar a la del centro de Londres. Carreteras, aeropuertos, campos de golf, sucursales bancarias, inmobiliarias, tiendas y hoteles son signos visibles de esta expansión creciente del turismo.

El turismo es un sector depredador de energía. La parte del león se la lleva el transporte en cualquiera de sus modalidades, pero sobre todo en coche y avión… El 90% del gasto energético del sector en los países ricos se debe a los desplazamientos hacia y desde los lugares de destino. Si un español ajustase su gasto energético a las capacidades de carga de su territorio probablemente no podría realizar un vuelo transcontinental más que una vez cada veinte años. Sin embargo, es obvio que los desplazamientos son cada vez más frecuentes. Fines de semana a la otra punta de Europa. Semana Santa en el Caribe y diez días en verano a Senegal o Guatemala. Las compañías aéreas de bajo coste y las agencias on line compiten por bajar las tarifas. De sol y playa, rural, de aventura, cruceros, solidario, etc., una opción para cada público.

Esta orgía de movilidad contrasta cínicamente con la preocupación que pregonan políticos o empresarios ante el cambio climático, el más conocido de los efectos que ha provocado el divorcio entre la forma en la que las sociedades ricas organizan su intendencia, y los procesos que la biosfera ha construido durante millones de años para garantizar la protección del conjunto de los sistemas vivos. La reducción de las emisiones de CO2 y la posibilidad de aminorar los efectos del calentamiento global están muy relacionadas con la reducción drástica del transporte horizontal, tan ajeno a la naturaleza como amenazador para el futuro. Sin embargo, nuestra cultura considera el transporte como uno de los mayores exponentes del progreso, y viajar lejos se ha convertido en un asunto de significación social. La cultura del descanso y las vacaciones se identifican con el viaje.

Tampoco se libran los mares

Cada día más de trescientos cruceros surcan los mares de todo el mundo. Son auténticas ciudades flotantes provistas de piscinas, teatros, cines, restaurantes, saunas, pistas de tenis, comercios, tiendas de revelado de fotos, lavanderías y todo aquello que el pasajero pueda desear. Cargan y descargan insumos y residuos, en puertos en los que atracan apenas unas horas que los pasajeros aprovechan para comprar todo lo que pueden y visitar los monumentos de rigor.

Los cruceros arrojan el 24% de toda la basura sólida que se vierte en el mar desde el propio mar. Aunque se va desarrollando normativa que regula la gestión de los residuos a bordo, en general, el control y la regulación es deficiente y muchos cruceros llevan banderas de conveniencia de países que no se rigen por estas normas. La contaminación de las llamadas aguas negras y grises han provocado el cierre de zonas de marisqueo y caladeros de pesca. El vertido de metales pesados e hidrocarburos también provoca la destrucción a medio plazo de la vida marina.

La destrucción de los territorios

En tierra, el crecimiento económico legitima a la industria del turismo para arrasar lo que sea. La construcción de carreteras, aeropuertos y puertos, las instalación de pistas de esquí, apartamentos de montaña que están vacíos la mitad del año, segundas residencias en la playa para personas que van dos meses, campos de golf en el desierto, infraestructuras para las diversiones más peregrinas…

Muchas de los lugares devastados son o están cercanos a zonas frágiles, de alto valor ecológico. Así, el litoral español, en una enorme operación especulativa, se va rápidamente convirtiendo en una barrera de cemento, sin distinción entre los diferentes pueblos. Un continuo de carreteras, campos de golf, parques temáticos, horrendos mazacotes de hormigón e hileras de adosados asolan los territorios y consumen una obscena cantidad de agua y energía, que el conjunto del planeta ya no puede permitirse.

Turismo y globalización

Como ya es bien conocido, una buena parte de la industria turística tiene carácter transnacional. En España, empresas como Sol Meliá, Barceló, RIU, Iberostar, Fiesta Hotels, etc. controlan una buena parte de la oferta turística en los cinco continentes. Las inversiones de los gobiernos en infraestructuras permiten el crecimiento exponencial de las transnacionales con el mínimo gasto (suyo). Se construyen aeropuertos, puertos, autopistas y centrales eléctricas con dinero público a expensas de otro tipo de inversiones en educación, sanidad, autosuficiencia alimentaria, etc. La expansión de la industria turística está garantizada a costa de los derechos de las trabajadoras y trabajadores y de la precaria autonomía de las comunidades colonizadas, a las que apenas les quedan las migajas del negocio.

El turismo industrial es una de las mejores herramientas con las que ha contado el capitalismo para hacerse propaganda a sí mismo. La llegada de los habitantes urbanos a las zonas rurales y, algo más tarde, la llegada masiva de turistas occidentales a las sociedades del Sur, han supuesto enormes impactos. La exhibición impúdica de la sobreabundancia y el despilfarro asociado al ocio seduce a las sociedades receptoras. Muchas sociedades sostenibles se destruyen rápidamente al abandonar su estilo de vida sin advertir que su pretensión de emular a quienes les visitan resulta imposible en un mundo físicamente limitado.

La ilusión de muchos niños y niñas en los países del Sur por las camisetas usadas, las cámaras fotográficas, los bolígrafos, las compras masivas de souvenirs y demás muestras del desarrollo, son sólo un ejemplo de lo que constituye una obra maestra de marketing de la globalización. A través del turismo se muestra a las personas de todo el planeta lo que podrían obtener si su país se incorpora al club de los ricos, o si consigue instalarse en este mundo privilegiado de la acumulación sin límites. A través de este contacto, las personas que viven en sociedades menos depredadoras, se sienten subdesarrolladas por llevar una vida sencilla, por no viajar, por no comprar, por no usar y tirar.

De un Marina D’or a otro…

El monopolio de los clientes con ofertas de todo incluido dificulta la relación del turista con el espacio real, más allá de las fronteras del complejo turístico. Las personas viajan miles de kilómetros para residir unos pocos días en un espacio construido para ellas, en el que los nativos contratados siempre son acogedores. Los conflictos sociales y la destrucción ambiental se ocultan tras decorados vigilados y protegidos de los autóctonos que tienen vedado el acceso. Playas artificiales, pueblos artificiales… El turista se traslada de un no-lugar a otro. Las mismas marcas, los mismos aeropuertos, las mismas cadenas hoteleras…

El turista siente que se encuentra en un lugar diferente en la medida en que el decorado y los nativos con los que se relacione se ajusten al estereotipo que lleva en la cabeza al salir de casa. Cuanto más se corresponda a lo que vio en la televisión, cuanto más se reconozcan las imágenes del folleto de la agencia, tanto más es valorada la experiencia del viaje.

“Egipto tiene que parecerse al de la Exposición Universal; Bali tiene que parecerse al de El Corte Inglés; África tiene que parecerse a la de Port Aventura. Egipto, Bali, África tienen que convertirse en Parques Temáticos de sí mismos, a la medida de la fotografía que queremos fotografiar” [1]. Las sociedades tienen que adaptarse a lo que se espera de ellas. Deberán ajustar su economía, crear infraestructuras, ajustar sus costumbres y formas de vida, poner el agua, el territorio, y las personas a disposición de lo que las agencias venden a los turistas. Paradójicamente, lejos de romper clichés, el turismo industrial tiene que recrear el tópico y el estereotipo para que el cliente pueda llegar a tener la sensación de estar en un lugar diferente.

El turista de este modo se convierte en una caricatura del viajero. Durante sus vacaciones es un ser dependiente, guiado, disfrazado, divertido y alimentado en grupo. El año pasado una agencia de viajes en las marquesinas de los autobuses definía el tonting como el empeño en diseñar el propio viaje, en escoger el modo de transporte y el tipo alojamiento. ¿Para qué, si una agencia lo hace por ti y te selecciona hasta los amigos para el viaje? Horarios impuestos, menús elegidos, solidaridades y amores de diez días en el paquete turístico, traslados en masa, fotografías comunes, etc. El paquete turístico también ejerce como simulacro de experiencia comunitaria que nos es robada en la vorágine de la avanzada vida capitalista.

Sólo se viaja en una dirección

Además de la devastación social y ecológica que lo acompaña, el crecimiento del turismo se produce en un contexto en el que la mayoría de la población mundial no tiene la posibilidad de poder desplazarse, ni siquiera por circunstancias de pura supervivencia.

Las caravanas de turistas contrastan con los miles de inmigrantes que tratan de pasar las fronteras entre la invisibilidad y la explotación. En camiones frigoríficos, amontonados en cayucos y pateras, los inmigrantes, refugiados ambientales y económicos, damnificados del capitalismo, mueren todos los días por querer viajar sin ser turistas. No pueden atravesar esa línea que con tanta facilidad cruzan los minerales, el petróleo, los mensajes de correo electrónico, el cacao y hasta los virus. En dirección contraria, mientras tanto, millones de vuelos al año trasladan a cientos de millones de turistas a los que nadie detiene porque no existen fronteras que detengan o limiten los flujos de consumidores.

“Turismo y emigración constituyen dos formas diferentes de desplazamiento político en el espacio” [1]. Dos flujos desiguales que reproducen la explotación ecológica y económica a escala planetaria y legitiman una relación neocolonial en el ámbito local.

¿Puede ser sostenible el turismo?

Cuando la destrucción viene de superar los límites en el número de kilómetros recorridos, en el número de viviendas construidas, en los espacios naturales alterados, en los residuos generados, en las carreteras construidas… las soluciones sólo se encuentran en la reducción.

En nuestra sociedad del exceso, salen sarpullidos al escuchar la palabra menos. Pero aunque no guste oírlo, no hay modelo turístico sostenible que no pase por reducir drásticamente el disparate actual. Menos distancia, menos uso de combustible fósil, menos construcción, menos gasto de agua, menos residuos, menos plazas hoteleras, menos parques temáticos, menos presencia en lugares ambientalmente frágiles…

Después de revisar cuáles son los impactos y cuáles los problemas, reducir es una cuestión de sentido común. Los cartelitos que recuerdan que no es necesario lavar las toallas todos los días, son tiritas para cortar una hemorragia de despilfarro en la que se nos va la vida. Quienes engrosan sus cuentas de resultados con este negocio, probablemente no dudarán de tildar de catastrofista a cualquiera que observe que el único remedio para las enfermedades del exceso es la reducción. Pero, aunque no guste… no hay otra.

¿Es posible satisfacer la curiosidad natural que tienen las personas de conocer otras realidades, de forma que no se agrave la situación de un mundo progresivamente devastado?

Más tiempo para la vida y el descanso, más relaciones, más conversaciones, más tiempo para desplazarnos tirando de nuestros músculos, más visitar a los amigos, más compartir casa, más dormir al raso, más tiempo para permanecer, más caricias… Hay muchas cosas que cuanto más se practican, mas felices somos, de ésas podemos abusar todo lo que queramos. Ni se gastan, ni deterioran, ni son posibles sólo a costa de la explotación de los demás.

La velocidad de la vida avanzada nos impide disfrutar del camino, de sus recovecos. En el turismo industrial el camino no existe, sólo importa el destino. No hay libro de viajes ni relato etnográfico que nos haya emocionado, en el que el protagonista no se haya detenido, no haya permanecido, no haya disfrutado del tránsito. Viajar hacia lo hondo, para conocer en profundidad, para tener el placer de permanecer, para no romper aquello diferente y maravilloso que todo lo vivo ofrece.

Notas

[1] Santiago Alba Rico “Turismo: la mirada caníbal” http://www.rebelion.org/noticia.php?id=26032
Más información sobre los impactos del turismo en los números 31 y 29 de El Ecologista.