La deforestación pone en grave riesgo su rico patrimonio biológico.

Cristian Biosca, periodista y editor. Revista El Ecologista nº 37.

Madagascar es una extraña y maravillosa joya en medio del Océano Índico, un laboratorio gigantesco donde observar el curso de la evolución y el terrible daño que el hombre es capaz de ocasionar a la naturaleza. La biodiversidad de la isla y su riqueza biológica no bastan para frenar su deterioro ambiental, estrechamente ligado a la situación social del pueblo malgache.

Madagascar, la cuarta isla más grande del mundo, reposa en el Océano Índico separada de África por el canal de Mozambique. Tiene una longitud de 1.500 kilómetros y se podría considerar un microcontinente, debido a la variedad de sus ecosistemas y climas. Arrecifes coralinos de enorme riqueza biológica rodean sus aguas azules, selvas tropicales, monte bajo o impenetrables bosques de espinos esperan al viajero para descubrirle sus maravillas. En el este podemos encontrar clima tropical húmedo que contrasta poderosamente con el ambiente desértico del sur o el clima mediterráneo de su meseta central.

La mayor riqueza de la isla en la actualidad es su biodiversidad. Hace 165 millones de años, Madagascar se desgajó del continente africano y la vida en la isla tomó su propio rumbo, dando lugar a infinidad de especies, animales y vegetales, que no se encuentran en ningún otro lugar del planeta: nada menos que el noventa por ciento de su flora y su fauna son endémicas. Así, por ejemplo, posee siete especies de baobab panzudos, frente a la única presente en el resto de África, o las dos terceras partes de las especies de camaleones existentes. Es también la tierra de los lémures, una familia de prosimios que cuenta con 29 especies y 49 subespecies.

El pueblo malgache, descendiente de los colonizadores polinesios, africanos y árabes, posee una exótica belleza, es tremendamente hospitalario y generoso, a pesar de ser también uno de los pueblos más pobres del mundo. Madagascar es el mayor productor de vainilla del planeta y sus habitantes los mayores consumidores de arroz per cápita. Realmente es su alimento principal, que en ocasiones acompañan con lo poco que puedan recolectar, cazar o pescar. Su economía de subsistencia es uno de los graves problemas de la isla que afecta de forma gravísima al medio ambiente.

La isla que se extingue

La riqueza biológica de Madagascar es, hoy por hoy, su bien más valioso, como saben diferentes organizaciones ecologistas, que luchan por conservar la flora y la fauna de la isla, y las autoridades malgaches, que han comprendido la necesidad de conservar a todas esas criaturas únicas y la ventaja que supone, entre otras cosas para el turismo, la creación de parques y reservas.

Pero si bien se conoce el problema es muy difícil encontrar su solución. Para sobrevivir, los habitantes de la Isla Roja, hacen lo que hacían sus padres y sus abuelos antes que ellos. Talan los árboles para obtener terrenos de cultivo, pastos para el ganado y combustible. A lo largo de toda la isla se vende carbón vegetal para alimentar los fuegos de todos los hogares. Hasta en las ciudades más grandes se cocina con carbón, más barato a corto plazo, pero indudablemente mucho más caro para la estabilidad de los ecosistemas malgaches.

La venta de ese carbón es el medio de vida de infinidad de familias que sencillamente no pueden abandonar esa actividad a menos que se les ayude a encontrar sus recursos de otro modo. Pero, además, es el sistema de calentar sus viviendas y de cocinar sus alimentos. No es de extrañar que un pueblo que en su mayoría carece de luz eléctrica y de agua corriente, encuentre en la madera un excelente combustible. Sin embargo, en las ciudades más turísticas, donde sí se cuenta con esos lujos a los que nosotros estamos tan acostumbrados que hemos dejado de valorar, la tradición es más fuerte que cualquier otra motivación y el carbón sigue sustituyendo a la electricidad o el gas.

Donde antes se levantaban selvas de impenetrable espesura, auténticos tesoros de la biodiversidad, no hay en la actualidad más que praderas infinitas que se extienden hasta el horizonte. Son paisajes bellos a primera vista, serenos e impresionantes, pero una mirada más atenta nos desvela que son la consecuencia de la deforestación. Esos mares de hierba que el viento peina, no son capaces de ofrecer un soporte suficiente al terreno, que se desmenuza y se abre en terribles heridas que dejan al descubierto la tierra roja, como sangre, de la isla. Las manchas de selva, que se salvaron del fuego en el fondo de los valles, por diminutas que sean, muestran una variedad vegetal asombrosa, pero según los últimos datos tan sólo queda un quince por ciento de la masa forestal autóctona.

Lo primero que puede verse de la isla al llegar en avión, al menos si se hace de noche, son los fuegos que asolan toda su superficie. Son incendios provocados por el hombre para obtener madera y nuevos campos donde seguir cultivando arroz. La naturaleza podría recuperarse de los incendios, pues es posible ver como las llamas corren veloces por la hierba, dejando indemnes a los árboles y como los milanos, las garcillas y otras especies, aprovechan el fuego para atrapar a los insectos, reptiles y micromamíferos que escapan de él. Sin embargo, los incendios se suceden cada vez con menor intervalo de tiempo, antes de que la vida haya seguido su curso y haya logrado regenerarse.

Como señalaba Gerald Durrell en su libro Rescate en Madagascar, la protección que se brinda al medioambiente en la isla es tan solo administrativa, al igual que sucede en muchos lugares del mundo. Se protegen las especies y los hábitats, pero únicamente mediante un papel que la población desconoce y las autoridades no son capaces de hacer efectivo. No se puede luchar contra la extinción de una especie si no se conserva paralelamente su hábitat. No se puede prohibir a una persona matar a una especie protegida cuando lamentablemente lo hacer para añadir proteínas a su dieta, para comérsela pues no tiene otra cosa que llevarse a la boca. De la misma forma talan árboles, para subsistir. La problemática ambiental de Madagascar no puede solucionarse si no se actúa por igual contra la situación de sus habitantes.

Los problemas de la desaparición de la selva amazónica, que tantos ecos sociales levanta, pueden verse con mayor claridad en un territorio de menor extensión como esta isla. El destino de Madagascar puede ser en pocos años el de La Isla de Pascua, que perdió hasta el último de sus árboles por la mano del hombre. ¿Qué hará el pueblo malgache cuando ya no queden árboles que le proporcionen combustible?, ¿cuando la tierra sea incapaz de producir alimentos?, ¿cuando las múltiples formas de vida que siguieron su propio curso hace millones de años hayan desaparecido? ¿Acaso buscar otra tierra, que de momento pueda mantenerle, para seguir haciendo lo mismo?

Aunque los programas de conservación y protección están en marcha, el daño infligido a Madagascar es grande. Todavía hoy es más rápido el deterioro que la restauración de los ecosistemas. Tal vez la única esperanza de la isla, como la de otros muchos lugares, sea dar a conocer su situación, para que cada individuo pueda aportar su granito de arena en la tarea de salvaguardar la Tierra.