La degradación medioambiental y el desequilibrio social que implica nuestro actual modelo de consumo crecen. Poco a poco hemos podido comprobar las repercusiones que tienen nuestras decisiones cotidianas de consumo y comprendemos mejor, en este escenario cada vez más deslocalizado de producción, qué conexiones se establecen, por ejemplo, entre los estantes del supermercado en el Norte y las condiciones de vida de los productores del Sur.

Comisión de Consumo. El Ecologista nº 58

Pero el consumo es uno de esos ejes que articula a nuestra sociedad y su análisis termina siendo siempre complejo. Consumimos para desplazarnos o alimentarnos, para educar a nuestros hijos e hijas, en las actividades de ocio, o como medio para relacionarnos. Todo parece indicar, de una forma u otra, que nuestras necesidades se satisfacen a través del consumo.

Pero dice Manfred A. Max-Neef que nuestras necesidades básicas son finitas y clasificables (protección, afecto, entendimiento, participación, libertad, subsistencia, identidad, ocio y creación), y que se repiten en todas las culturas y en todos los periodos históricos. Únicamente cambiaría, a través del tiempo y de las culturas, la forma de satisfacerlas. Cuando estas necesidades no son satisfechas surgen carencias que ponen en peligro nuestra felicidad. Max-Neef las llama “pobrezas”.

El escenario comercial de la sociedad de consumo

El actual sistema de consumo implica un flujo incesante de capitales y la monetarización cada vez mayor de los recursos naturales y el espacio social. Lejos de poner en duda el frenético ritmo de un modelo devorador e incapaz de reducir las enormes desigualdades sociales, el pensamiento neoliberal pretende que el crecimiento económico sostenido conlleva necesariamente un mayor bienestar social.

Así, en los últimos años se ha apostado fuertemente por un modelo empresarial de gestión privada para todos los recursos: infraestructuras, ocio, cultura, pero también sanidad o educación. El Estado, eximido de su clásica función de gestor de estos servicios, pasa a ser un tímido árbitro de la competencia empresarial. Así, factores clave en la vida de los ciudadanos y las ciudadanas, como la vivienda o el trabajo, dejan de ser derechos básicos para convertirse en servicios de difícil acceso. La flexibilidad laboral, la subcontratación o las condiciones abusivas de sueldo, horario y disponibilidad impiden que una gran parte de la población disponga de recursos económicos para entrar en un mercado inmobiliario deformado por la especulación urbanística. En una sociedad cada vez más individualista, compartir piso es una opción depreciada, y la dictadura de la hipoteca parece ser, a pesar del endeudamiento familiar que provoca, la salida para quienes quieren adquirir una vivienda.

Estas tendencias urbanísticas también han generado, en las últimas décadas, un modelo de ciudad en crisis mientras se fortalece una alternativa netamente comercial a su lado, el centro comercial. Sin duda, la reordenación de la ciudad sigue pautas que desmantelan la tradicional estructura de barrio para dar lugar a áreas bien diferenciadas: grandes zonas residenciales, la zona de tiendas prestigiosas en el núcleo y los centros comerciales de la periferia. El megacentro comercial a las afueras de la ciudad cumple aquí el papel de una nueva centralidad urbana, pero con restricciones para las clases bajas, puesto que ya para empezar requiere del vehículo privado.

Este nuevo orden genera carencias como la ausencia de actividad y servicios locales en los barrios y zonas residenciales de la ciudad, reduciendo los espacios de encuentro y las actividades públicas. La ciudad se convierte, básicamente, en un área de tránsito.

Mientras, el centro comercial y la gran superficie se presentan justamente como réplica de lo que hemos perdido en la ciudad. Dirigidos en última instancia a potenciar el consumo impulsivo y maximizar el beneficio de la cada vez más poderosa industria de la distribución minorista (Wall-Mart, Carrefour, El Corte Inglés…) estos estandarizados lugares aparecen como una lujosa y aséptica ciudad de cartón piedra, plagada de servicios exclusivos.

En realidad, el usuario del centro comercial que acude tanto a comprar como a divertirse con la última oferta de ocio, se encuentra con un espacio estudiado para incrementar el consumo, un lugar privado que no le pertenece y sobre el que no tiene nada que decir. Luces, música, la ubicación de los productos y demás estrategias mercadotécnicas; todo está preparado para hacernos creer que en ese espacio pueden satisfacerse nuestras necesidades.

Sin embargo, la oferta, en apariencia amplia, es en realidad muy reducida, ofreciendo pocos productos de unas cuantas multinacionales (a pesar de la tan publicitada libertad de opciones del consumidor). Los alimentos que se ofrecen son de baja calidad y muchos de ellos poco saludables, sobre todo si los comparamos con la alimentación ecológica y las verduras y hortalizas frescas. La oferta de ocio, poco diversa, es bastante más reducida de lo que podía ofrecernos una ciudad de tamaño medio.

Pero este modelo, lógicamente, no sólo tiene repercusiones en el consumidor y la consumidora, también lleva asociado el empobrecimiento de otras personas. Principalmente, de las que trabajan en condiciones laborales abusivas para cumplir con el exigente mercado competitivo y, en especial, de los productores y productoras de los países de Sur que soportan con su mano de obra semiesclava el mercado de sobreconsumo en los países del Norte.

Resulta difícil entender cómo las sociedades de los países del sur pueden cubrir sus necesidades básicas con este dañino modelo de producción deslocalizado. Pero tampoco parece mucho mejor la perspectiva al hablar de su correspondiente consumismo en los llamados “países desarrollados”.

El consumo como fuente de pobreza

La monetarización y la búsqueda del beneficio imponen ritmos acelerados a nuestra sociedad. Las distancias se alargan al vivir en la periferia, los horarios son más amplios, la masificación alarga los tiempos de transporte y de compra. Se dedica menos tiempo a cultivar las relaciones personales, ya sean de amistad, de pareja o familiares. Para demostrar el afecto ya no se pasa más tiempo con las personas, sino que se les dedican mayores recursos económicos. Se produce, de este modo, una mercantilización de las relaciones: se compensa la falta de tiempo con regalos caros y vacaciones en destinos exóticos que, a pesar del dinero invertido, no nos libran del estrés.

Las nuevas tecnologías presentan una nueva estructura de las relaciones sociales, de tal manera que cada vez más personas pasan horas chateando y menos charlando en las plazas públicas o en los parques. Pero el afecto es difícilmente sustituible si se basa casi exclusivamente en sentarse frente al ordenador, de modo que las patologías derivadas de esta afectividad virtual son múltiples, desde la adicción hasta la pérdida de capacidad de relacionarse con otros seres humanos. Así que no es extraño que cada vez florezcan más los servicios de búsqueda de la pareja perfecta y los libros de autoayuda.

Los tiempos siempre insuficientes, la falta de espacios de participación (tanto en el barrio como en el trabajo) y también el fomento de la competitividad (donde el amigo se vuelve un rival a batir) conducen a una enorme carencia de creación colectiva de ideas e interpretaciones del mundo que nos rodea. Los medios de comunicación, con la televisión como máximo exponente, fomentan la perpetuación de este modelo: se incentivan debates intrascendentes (dejando a un lado como irrelevantes las cuestiones de fondo que afectan a los ciudadanos y ciudadanas), se ignora la pérdida de participación social en la política, se distorsionan las causas y los efectos de la crisis medioambiental, se desvalorizan las culturas sostenibles y los modos alternativos de vida, se exagera la realidad de la inseguridad ciudadana y se vende la tecnología como la solución final que vendrá a arreglar todos nuestros excesos. Esto, unido a unas políticas educativas que enseñan más a obedecer que a aprender, conducen a una pérdida progresiva del sentido crítico de la población.

Cabe añadir, además, los interesados instrumentos de control del conocimiento, como las patentes y los derechos de copia, y la monetarización que ha hecho también del espacio cultural, artístico y creativo un espacio dirigido a la producción de beneficios.

Es importante destacar el papel que tiene la publicidad en todo este escenario. Las grandes empresas, en su afán por conseguir nuevos espacios de crecimiento económico se han especializado en la creación de falsas nuevas necesidades. Para ello, utilizan un mecanismo publicitario que consiste en asociar valores importantes para los distintos sectores sociales a determinados productos (seducción, éxito social, seguridad) y la exageración del modelo consigue que psicológica y culturalmente, el consumo pueda ser percibido como una fuente de identidad que permite pertenecer a un determinado grupo o bien diferenciarse de los demás: si usas un determinado desodorante ligarás más, si comes productos light tendrás un cuerpo perfecto, si tienes un coche todoterreno te sentirás más libre…
La repetición constante de estas pautas, institucionalizadas a través del lenguaje comercial y sus métodos de difusión, termina construyendo una imagen deformada de nuestras necesidades y del papel del consumo, el camino con el que parece que siempre debemos satisfacerlas.

No cabe duda de que el modelo socioeconómico actual ha provocado una crisis ambiental y el incremento de las desigualdades sociales, pero además, es un modelo basado en las carencias, de un tipo u otro, de la mayor parte de la población. Se suele decir que pobre es quien no tiene recursos económicos para consumir y, sin embargo, las carencias del consumo generan pobrezas que cruzan con mucho las fronteras de lo económico. Gracias a este modelo de consumo, cada día todos y todas somos más pobres en lo que es verdaderamente importante.

Con este panorama no cabe duda de que es necesaria una apuesta activa por otro modelo de consumo, donde el eje no sea la optimización de los beneficios empresariales a costa de sistemáticas injusticias sociales, la polarización de la riqueza, la dependencia del consumismo y la destrucción de los recursos naturales. El consumo de productos locales y de temporada, que provengan de agricultura ecológica o de comercio justo, la compra en pequeños comercios o explorar iniciativas como las cooperativas de consumidores y consumidoras ayudan, sin duda, a construir ese otro modelo más acorde con el medio ambiente y la felicidad de las personas, en el que se prime la búsqueda de una cultura de la reducción, la reutilización y el reciclaje frente a la cultura del usar y tirar. Un modelo que sirva para cubrir verdaderamente nuestras necesidades.

Se trata, en definitiva, de ver que el consumo crítico e informado, en el que se valora lo que realmente se necesita antes de comprar, y se investiga el proceso de producción o distribución de lo que se consume para saber si se ha producido algún perjuicio para el medio ambiente o algún ser humano, es una opción también política de cambiar la sociedad.