Razones para un ‘no', Revista El Ecologista nº 42, Daniel López Marijuán, Ecologistas en Acción de Cádiz

Ante el referéndum sobre la Constitución Europea

En los meses que siguen vamos a estar sometidos a una presión institucional sostenida para intentar revertir el euroescepticismo que buena parte de la población española, al igual que el resto de Europa, tiene sobre la convergencia europea. Pero un análisis detallado de la Constitución revela que este texto apuesta por un modelo neoliberal y elitista, opuesto a los intereses de la mayor parte de la ciudadanía, e insolidario con los pueblos del Sur.

Por mucho que se intente esconder, detrás de las grandes declaraciones de principios recogidas en el farragoso texto (265 páginas) de la Convención Europea sobre el Futuro de Europa, resulta evidente que esta Europa que nos intentan vender responde mucho más a los intereses del capital que a los deseos de los ciudadanos. La prioridad máxima se da a los asuntos financieros, monetarios, comerciales y de seguridad; por el contrario, el reconocimiento y la defensa de los derechos sociales (trabajo, medio ambiente, vivienda, sanidad…) se quedan en el terreno de las generalidades.


Los negocios lo primero

La percepción que tenemos muchas personas de izquierda es que se trata de consolidar una gran cámara de comercio a escala europea al servicio de las compañías multinacionales. Como enfatiza con claridad Susan George “esta Constitución es un gran error, sólo favorece el Estado neoliberal, la competencia, el mercado, mientras que la solidaridad es algo que menciona de paso y la cooperación ni la toca. Está centrada exclusivamente en el espacio de mercado”.

La oferta constitucional beneficia a las multinacionales y al capital financiero, que desean por encima de todo la ampliación de mercados y negocios, se opone a los modelos más avanzados de protección social y acentúa la sociedad dual en la que una minoría de ricos coexiste con una mayoría de desheredados. Como identifica con lucidez Manuel Castells, los mercados financieros en el momento presente son el centro de todas las economías y determinan buena parte de nuestras vidas en una red global; sin embargo, la experiencia, la democracia, la identidad, es local, por lo que se produce una tensión fortísima entre lo que nos importa (local) y lo que cuenta (global).

Además, ¿nadie quiere recordar los antecedentes del Sr. Giscard, padre de la criatura, cuando recibía diamantes del dictador Bocassa? ¿Éstas son las credenciales democráticas que le legitiman para redactar un tratado de integración europea? Tampoco la Europa de los 25 gozará de un reparto justo de las cargas y responsabilidades, por lo que no habrá dos, sino más velocidades a la hora de adoptar decisiones. El hecho de que de las instituciones europeas (Parlamento, Consejo Europeo, Consejo de Ministros, Comisión Europea y Tribunal de Justicia), sólo el primero sea elegido por los ciudadanos, nos hace temer que cierto despotismo ilustrado (y burocrático) puede ser moneda corriente en las relaciones de las instituciones europeas con sus habitantes.

Tampoco hay separación de poderes ni control institucional, porque el Consejo no rinde cuentas ante el Parlamento. Esta Constitución parece más una Carta ofrecida desde arriba, que un verdadero tratado constitucional. Mucho nos tememos que el actual distanciamiento de las instituciones públicas europeas respecto a los anhelos de las personas, se traduzca con la Constitución en una patrimonialización de las élites tecnocráticas, que serán las que tomen las decisiones en nuestro nombre.

En el texto constitucional, frente a las amplísimas consideraciones que reciben los temas financieros, de defensa, comerciales, industriales… el desarrollo sostenible apenas ocupa un artículo (el I-3.3) y un pequeño capítulo. Además, aparece tergiversado en su verdadera acepción, porque la Convención pretende conjugar el “nivel elevado de protección y mejora de la calidad del medio ambiente” con un “crecimiento económico equilibrado”, adobado también con “una economía social de mercado altamente competitiva”. O sea, la cuadratura del círculo, que sin poner freno al despilfarro y con las reglas del mercado solucionemos los problemas ambientales.

Se sustituye de esta forma el crecimiento sostenible, el que intenta conciliar progreso económico con protección ambiental, por el crecimiento sostenido, que es lo que en realidad defiende el texto. Ni siquiera el derecho a un medio ambiente sano aparece como derecho fundamental, sino como un objetivo a conseguir. Lo mismo ocurre con el derecho a un puesto de trabajo (un empleo), que se reduce al derecho a trabajar. Menos retórica y más garantía real de protección de los derechos humanos fundamentales es lo que necesitamos.

Refuerzo militar

En el caso de la política de seguridad y defensa, las propuestas de la Constitución son muy inquietantes. Aparece como objetivo “contribuir a la lucha contra el terrorismo, incluso mediante el apoyo prestado a terceros Estados para combatirlo en su territorio”. Esto es lo más parecido a la doctrina Bush de seguridad nacional e intervencionismo global, camuflados, eso sí, de actuaciones humanitarias. Para reforzar esta presencia militar, se crea la Agencia Europea de Armamento, Investigación y Capacidades Militares, con la pretensión de impulsar proyectos conjuntos de armas, crear un mercado europeo propio y participar en las capacidades militares que la Unión decida.

También está en juego la creación de una Fuerza de Reacción Rápida para sus misiones en el exterior. Y todo ello acompañado con un incremento considerable en el presupuesto militar de la UE, que en 2002 fue de 170.000 millones €, la mitad del norteamericano. La Unión Europea ya está en la segunda posición mundial de gastos de defensa.

Este modelo neoliberal, capitalista, subordina las políticas sociales y ambientales al establecimiento de una política monetaria sólida, al control de la inflación y del déficit, a la ampliación de los mercados financieros y comerciales, desregulando el mercado de trabajo y sumando recortes sociales. Como reconoce Sami Naïr, tal como se ha llevado a cabo la ampliación, no favorece a Europa: le perjudica.

Algunos avances

No obstante, conviene no cargar las tintas con los males de la ampliación. Aunque no alcancen a equilibrar el balance claramente negativo de la incorporación a la UE, debemos reconocer los avances conseguidos con la integración. La legislación ambiental europea es mucho más avanzada que la española y constituye un acicate, muchas veces insuficiente, para incrementar los niveles de protección ambiental. La Red Natura 2000, todavía por concluir, es un desafío para la protección real de la biodiversidad europea. Las más de 200 normas medioambientales comunitarias de fomento de las energías renovables, la eficiencia energética, el estímulo de los biocarburantes, el acceso a la información ambiental, el control del ruido, la reducción de la contaminación atmosférica, el reciclado de residuos, la disminución sustancias tóxicas, los impuestos ecológicos… están suponiendo desafíos para los Estados miembro, unos Estados que en la mayoría de los casos están muy por debajo de los estándares de calidad ecológica requeridos por la UE.

Hay que resaltar la magnífica labor que la Agencia Europea de Medio Ambiente está proporcionado para disponer de información precisa acerca del estado del medio ambiente en Europa. El último informe de 2004, refleja unas tendencias inquietantes en contaminación atmosférica, cambio climático, generación de residuos, avance de la urbanización y derroche energético, entre otros indicadores preocupantes.

Sostenibilidad subordinada a la economía

Sin embargo, este discurso en pro de la sostenibilidad está lastrado por la subordinación a los intereses económicos de las grandes empresas, cuyos lobbies tan ágilmente se mueven por los pasillos de las instituciones europeas. Como resultado de la primacía del poder industrial y financiero, tenemos el apoyo irracional a las grandes infraestructuras de transporte (autopistas, trenes de alta velocidad, aeropuertos y superpuertos, centros logísticos de distribución, etc.), provocando costes ambientales inaceptables. Por el contrario, el compromiso en cuanto a la reducción de emisiones causantes del efecto invernadero, aun insuficientes, responden a la voluntad de cumplir el protocolo de Kioto, plasmado en la Decisión 2002/358/CE y en la Directiva 2003/87/CE, que establecen un régimen para el comercio de derechos de emisión de gases de efecto invernadero en la Comunidad y fijan el objetivo de reducción del 8%.

Siempre las normas van por detrás de los hechos, pero por delante de los cumplimientos. Por ello, no es baladí, al tiempo que se rechaza la Constitución Europea, luchar desde el ámbito ecologista por un cuerpo legislativo coherente y operativo en los ámbitos de biodiversidad, sustancias químicas, agricultura, fondos de cohesión, transporte, cambio climático, residuos, política exterior, cumplimiento de la legislación y acceso a la información. En la medida que los ciudadanos participen en la toma de decisiones, tendrán garantizados su salud y su bienestar y aumentarán su sensibilización respecto de los problemas ambientales.

Si queremos erigir los derechos de las personas por encima de los derechos de los mercados, ayudar a los países más atrasados, cooperar en la resolución pacífica de los conflictos, garantizar la sostenibilidad ambiental, no parece que el fomento de las singularidades e identidades contribuya a conseguir unas relaciones basadas en la equidad. Queremos derribar fronteras, sí, pero no para facilitar los movimientos de capital y mercancías, sino para acercar a los pueblos. Por eso resulta tan decepcionante la política de inmigración que consolida el texto de la Constitución. Al ofrecer a los inmigrantes “controles de las personas”, “vigilancia eficaz en el cruce las fronteras”, “restricciones a la libre circulación”, estamos consolidando un multiestado basado en la exclusión y el rechazo.

El proyecto europeo es un proyecto sin alma, al servicio de la Europa del capital, que debe merecer de las organizaciones sociales y de las personas progresistas un rotundo “no” en la consulta de febrero de 2005. No se trata de euroescepticismo, sino de euroinsatisfacción, de eurorechazo.