Muchas veces lo hemos escuchado y lo continuamos oyendo: nunca se ha vivido tan bien como ahora. Abrimos el grifo y disponemos de litros y litros de agua potable, pulsamos un interruptor y la electricidad nos ilumina, friega nuestros platos, lava nuestra ropa, refrigera y cocina nuestros alimentos, convierte nuestra casa en una nevera durante el verano y en un horno durante el invierno, e incluso nos cepilla los dientes. Accionamos una teclita y el mundo, convenientemente formateado para ello, se nos cuela en casa a través de la pantalla del televisor, o del ordenador; presionamos un botón de nuestro teléfono celular y ya podemos hablar hasta con las antípodas, y además adjuntando fotos hechas en ese mismo instante.

Cualquier automóvil nos permite desplazarnos, por una tupida y creciente red de carreteras, a 150 kilómetros por hora. Si nos parece que así perdemos mucho tiempo en nuestros viajes podemos recorrer cómodamente en avión trayectos tan exóticos como Madrid-Logroño. Y en cuanto el empecinamiento de la topografía y geología peninsulares sea doblegado por el progreso técnico, contaremos con la libertad de cubrir cualquier distancia gracias a trenes de alta velocidad.

¿Y qué decir del ocio? Mucho hemos adelantado durante las últimas décadas en esto de matar el tiempo. Actualmente podemos esquiar en pleno julio en las cercanías de la meseteña ciudad madrileña de Móstoles, pasear entre leones y elefantes africanos en el corazón de Cantabria, o jugar al golf en medio del desierto almeriense. También disponemos de metros y metros cuadrados de superficies comerciales y parques temáticos, abiertos casi a cualquier hora y durante casi todo el año, donde solazarnos en la adquisición de todo aquello que aún no tenemos y en disfrutar con la compra de experiencias excitantes.

Una buena vida insostenible

No hay duda. Nunca se hemos vivido tan bien cómo ahora, pero ¿quiénes somos los que vivimos tan bien? Apenas un 20% de la población mundial, los habitantes de los llamados países desarrollados, somos los que gozamos de tal nivel de vida. El 80% restante esta lejos, a veces muy lejos, de alcanzar ese grado de bienestar. Cada día más de 5.000 niños pobres mueren por falta de agua potable, cada año 850 millones de seres humanos están amenazados por el hambre; millares caminan al amanecer varios kilómetros hasta su lugar de trabajo en el que, bajo condiciones penosas, pasan 12, 16, 18 horas, a cambio de un mísero salario.

Gracias a esta mano de obra barata (competitiva según el lenguaje del mercado) y sin derechos (flexible según el mismo lenguaje), en los países ricos disponemos de materias primas y manufacturas a excelentes precios. Muchos de esos hombres y mujeres sueñan con escapar a ese Norte en el que, a tenor de lo que cuentan las películas de Hollywood, las series de televisión y los anuncios de Coca Cola, la vida es más bella, fácil y cómoda.

También sueñan el Banco Mundial, el FMI, y las multinacionales; pero su sueño es implantar en las naciones pobres planes de desarrollo que les permitan subirse al modelo de consumo occidental, ampliando así el mercado global.

Lo que nadie parece interesado en contar a los desposeídos, y lo que los poderosos se empeñan en ignorar, es que el modelo de progreso y desarrollo occidentales es antagónico con el mantenimiento de la Biosfera y con la meta de una sociedad igualitaria. El 20% privilegiado es el responsable del 80% de las emisiones de CO2; cada ciudadano de un país rico genera mucho más de 1 kg de residuos domésticos diarios –y casi 50 kg fuera de su casa– y gasta más de 100 litros de agua al día; la industria de las naciones avanzadas produce e introduce en los ecosistemas cientos de sustancias ajenas a la Naturaleza y de cuyos efectos a largo plazo nada sabemos, lo que sí sabemos es que todos nosotros ya portamos parte de ellas en nuestra sangre desde el momento de nuestro nacimiento. La actual riqueza del Norte sólo se mantiene relegando a su antigua condición colonial al Sur empobrecido.

El modelo de buena vida no sólo no puede ser exportado sino que debe ser radicalmente modificado, y pronto. Ningún Gobierno, ninguna empresa, va a emprender esa tarea: sería arrojar piedras contra su propio tejado. El cambio sólo puede arrancar de los ciudadanos de los países ricos, pues sólo ellos tienen aún cierto margen de maniobra.

El ideal actual de bienestar se fundamenta en satisfacer todas las necesidades humanas, materiales e inmateriales, a través de productos y servicios que sólo pueden ser adquiridos en el mercado. La ineficacia de esos satisfactores se manifiesta en los múltiples trastornos sociales, mentales y psicosomáticos que afectan a las sociedades opulentas: obesidad, anorexia, depresión, adicciones, violencia, soledad, aislamiento, insolidaridad, desarraigo, desculturización…

Resulta trascendental definir un nuevo modelo de buena vida basado en principios como la solidaridad, el respeto a la diversidad, la creatividad, el bien común sobre el individual, el fomento de la cooperación sobre la competencia, el amor a la Naturaleza. Tal redefinición implica restaurar un tejido social, hoy muy deteriorado, mediante la autoorganización en redes de ayuda, cooperativas de producción y consumo, grupos de trueque; formas de asociación, en definitiva, que satisfagan simultáneamente y con el menor daño posible a nuestro entorno y a nuestros semejantes, nuestras necesidades materiales e inmateriales. Para que este modelo pueda ser exportable en un futuro, su construcción no puede separarse de la constante tarea de denuncia de la explotación de los desheredados y de la Tierra, y de la reivindicación permanente de una forma diferente de convivir con y en nuestro Planeta.

Pablo Moros. El Ecologista nº 41