Ser más eficientes en el uso de los recursos naturales es hoy en día la máxima aspiración, en materia ambiental, de numerosas organizaciones. La eficiencia tecnológica es crecientemente considerada como sinónima de ‘buen hacer» y de compromiso con el medio ambiente. Pero ¿hasta qué punto contribuye, en la práctica, a evitar los impactos ambientales?

Francisco Heras Hernández. El Ecologista nº 60

El concepto de eficiencia se utiliza para relacionar los resultados obtenidos con los recursos utilizados para lograrlos. Se habla así de eficiencia con que se utiliza el dinero, el tiempo de trabajo o los recursos naturales. Éste último aspecto, la eficiencia entendida como la obtención de productos y servicios con la menor cantidad de recursos naturales, como agua o energía, se ha abierto paso como una de las fórmulas clave para hacer frente a la crisis ambiental.

La idea de “hacer con menos” para atenuar nuestro impacto ambiental, parece razonable. Estamos rodeados de artefactos que pregonan a gritos su ineficiencia: la bombilla incandescente pierde el 95% de la energía que consume en forma de calor, cuando lo que deseamos obtener de ella es simplemente luz; las cisternas del WC utilizan hasta 9 litros de agua para arrastrar un insignificante tercio de litro de orina. Se observa un consenso social cada vez más amplio para desterrar este tipo de tecnologías obsoletas, máxime cuando ya contamos con soluciones tecnológicas más eficientes e incluso más baratas [1].

Sin embargo, a la hora de valorar el papel de la eficiencia tecnológica frente a la crisis ambiental podrían estar cometiéndose algunos errores de bulto. El primero: identificar el aumento de eficiencia con que se utiliza un recurso (por ejemplo del agua o la energía) con un ahorro neto proporcional del recurso en cuestión. El segundo: presentar la eficiencia tecnológica como la salida que hace innecesario plantear cambios en nuestros estilos de vida como respuesta a la crisis ambiental.

Aumentar la eficiencia no significa (necesariamente) reducir el uso de los recursos naturales

Tomemos, como ejemplo, el caso del agua. Un plan que promueva la eficiencia en el uso del agua en una zona de regadío puede lograr una disminución del volumen total de agua utilizada en ese lugar. Pero, ¿significa eso que circulará más agua por los ríos? ¿O que disminuirá la presión sobre los acuíferos? No necesariamente.

El incremento de la eficiencia con que se utiliza un recurso no siempre se traduce en una disminución de la presión sobre los recursos naturales o en ahorros netos globales. Entre otras cosas, porque el objetivo del aumento de la eficiencia puede ser liberar recursos para un nuevo uso.

Pero, además, diversos autores defienden que el propio aumento de la eficiencia en el uso de un recurso puede contribuir al aumento de su consumo global [2].

El fenómeno fue ya descrito en pleno siglo XIX por Stanley Jevons. Este autor británico publicó en 1865 el clásico The Coal Question. En aquel trabajo Jevons revelaba que, en Escocia, la reducción a menos de una tercera parte del carbón consumido para producir una tonelada de hierro, fue seguida por un aumento espectacular del consumo total, que se multiplicó por 10 entre 1830 y 1863. Esto sin considerar el efecto indirecto que tuvo un hierro más barato acelerando otras ramas de la industria consumidoras de carbón. Este hecho llevó a Jevons a afirmar: “es erróneo suponer que hacer un uso económico del combustible equivale a disminuir su consumo”.

Posteriormente, los economistas han constatado cómo un incremento de eficiencia en el plano micro puede traducirse en aumentos de consumo netos, como resultado de diversos efectos económicos. Estos efectos se producen a dos escalas diferentes:

  • La escala macro: un vistazo a la globalidad

El caso descrito por Jevons revela la importancia de considerar los efectos macro: un aumento en la eficiencia en el uso de la energía suele producir abaratamientos que pueden desembocar en una ampliación del mercado. Esta ampliación, a su vez, se traduce en incrementos globales de consumo energético.

Cuando se introdujeron aviones de pasajeros con mayor capacidad para reemplazar a los aviones de menor tamaño, se predijo que se reduciría el número de vuelos. Sin embargo, la reducción de los costes por pasajero produjo, en realidad, un fuerte incremento de los viajes aéreos, que no compensó los ahorros derivados del uso de aviones mayores. El aumento de la eficiencia en el traslado de los pasajeros generó más aviones, y no menos [3].

  • La escala micro: una lectura integrada del consumo individual

El aumento en la eficiencia con que usamos un determinado recurso tiene una recompensa evidente: el precio que debemos pagar se reduce. Y como el precio baja es fácil que se produzca un relajamiento en nuestras pautas de consumo y, como consecuencia, un aumento del consumo propio del producto o servicio en cuestión. Este fenómeno ha sido denominado por los economistas como efecto rebote y explicaría por qué, en muchos casos, el aumento de eficiencia no da lugar a la reducción proporcional del consumo, ni siquiera en el nivel micro.

Ciertamente, hay ocasiones en las que la disminución del precio no conlleva un mayor consumo personal de un producto o servicio. Pero, aún en este caso, hay que contemplar un efecto rebote indirecto: si el precio disminuye y no consumimos más, tendremos más dinero disponible para gastar en otras cosas. Y estas otras cosas también conllevarán, muy probablemente, nuevos consumos de recursos como agua o energía.

La magnitud de los efectos rebote es objeto de encendidas controversias. Las investigaciones realizadas hasta la fecha son parciales y proporcionan datos bastante dispares. Los tipos de tecnologías y sectores productivos estudiados o el poder adquisitivo de las poblaciones consideradas pueden marcar diferencias significativas. En todo caso, una amplia revisión elaborada recientemente por el Centro de Investigaciones Energéticas del Reino Unido [4] afirma que los efectos rebote son sustanciales y deben ser seriamente considerados a la hora de cuantificar el impacto potencial de las medidas de eficiencia energética.

La cuestión se complica si consideramos que las mejoras tecnológicas no sólo pueden traducirse en una reducción de costes; la oferta puede hacerse más deseable por otros factores como la mejora del confort, el aumento de la rapidez con que se presta el servicio, etc. Por ello, aunque el efecto rebote ha sido descrito como un efecto meramente económico (asociado a los costes del consumo), también podría reforzarse por otros aspectos de la innovación tecnológica, formando un cóctel en el que se entremezclan elementos diversos.

Si pensamos, por ejemplo, en las razones por las cuáles tendemos a hacer más kilómetros al año en nuestros automóviles descubriremos que, debido a las mejoras tecnológicas:
- Los vehículos consumen menos y eso nos facilita hacer más kilómetros (efecto rebote clásico).
- Cada vez resulta más cómodo y relajado hacer kilómetros (los coches son más confortables, hacen menos ruido, resulta menos cansado conducir…).
- Además, los ciudadanos y ciudadanas más sensibles podemos adquirir vehículos “de bajo consumo”, que atenúan nuestra mala conciencia.

El mito de la saturación

Algunos autores defienden que la demanda de productos y servicios tiene un punto de saturación. Una vez todos los hogares contaran con el nivel de consumo óptimo, la eficiencia se traduciría, de forma clara, en un ahorro de recursos. Argumentan, por ejemplo, que nadie se ducharía tres veces al día o compraría una segunda lavadora si ya tiene una.

La realidad demuestra, sin embargo, que los humanos tenemos una capacidad casi infinita para inventar nuevas actividades consumidoras de agua o energía. Actividades que hace unas pocas décadas habrían sido consideradas auténticas excentricidades –esquiar en verano en pleno sur madrileño; ir de compras un fin de semana a Londres; jugar al golf en un desierto– se han convertido en unos pocos años en algo perfectamente asumido.

Y si pasamos de la escala micro a la macro, el mito de la saturación salta definitivamente por los aires: en el planeta hay millones de personas deseosas de ingresar en nuestra flamante sociedad de consumo. De hecho, lo están haciendo.

El que gasta de manera eficiente ¿ahorra?

A pesar de las evidencias señaladas, la eficiencia es crecientemente presentada como algo bueno en sí mismo. En un objetivo y en un argumento de calidad. Y el mito que equipara ahorro y eficiencia se alimenta intensamente a través de la publicidad y los medios de comunicación. Un ejemplo, lo tenemos en este texto extraído del suplemento Negocios de El País [5]:

“Las casi 16.000 plazas que oferta cada día la línea Madrid-Barcelona [del AVE] equivalen a 105 aviones (de 150 plazas). Extrapolando los datos, y si se cumplen las previsiones de alcanzar cinco millones de pasajeros para el conjunto de 2008, el AVE evitará arrojar a la atmósfera 200.000 toneladas de CO2, la polución equivalente a 12.000 vuelos y dos millones de coches”.

Resulta curioso observar que, cuando se hace referencia a nuevas tecnologías, ya no se nos informa de lo que se gasta, sino de lo que se ahorra. Sin embargo, a la hora de hacer los cálculos, la información periodística ignora que el AVE no sólo se nutre de antiguos pasajeros de avión: también se los roba al autobús (mucho más eficiente) y crea una nueva demanda que se nutre de gente atraída por la comodidad y rapidez del nuevo servicio. Dicho de otra manera: se inducen nuevos viajes que, de no existir este tren veloz, no se harían.

Para valorar si la nueva línea ahorra habría que sumar las emisiones de CO2 producidas por el avión, el tren, el coche y el autobús para 2008. ¿Son mayores o menores que las de 2007? Y puestos a calcular con rigor, habría que considerar el ciclo de vida completo del transporte, incluyendo el coste energético de la construcción y renovación de las propias infraestructuras utilizadas (muy importante, por ejemplo, en el caso del AVE).

El argumento, llevado a sus extremos, acaba planteándose así: el que gasta con eficiencia ahorra. Antes, la puesta en marcha de una nueva central térmica o la utilización de un vehículo eran considerados formas de incrementar el consumo. Ahora si la nueva actividad se desarrolla con una tecnología considerada eficiente ¡la actividad produce ahorros! [6]

Esta lógica lleva a discursos disparatados, como el que se plantea en esta cuña publicitaria, emitida en las radios españolas en el año 2008:
- Locutor: ¿Y usted qué hace para ahorrar carburante?
- Voz 1 (mujer): Yo dejo el coche en el garaje
- Locutor: Vamos a preguntar al muñeco Michelin: ¿Y tú Michelin?
- Muñeco Michelin: Yo sigo conduciendo. Porque con los nuevos neumáticos Michelin Energy Saver ahorro carburante mientras conduzco.
- Locutor: ¡Gran noticia para los conductores!
- Muñeco Michelín: Y para el medio ambiente.
- Voz en off: Michelin, la mejor forma de avanzar. Consulte las condiciones de las pruebas en www.michelin.es

La conclusión es sorprendente, pero obvia: ¡para ahorrar hay que gastar!

Fines y medios

Esto nos lleva a recapitular sobre el sentido del término eficiencia: relacionar unos resultados con los recursos requeridos para alcanzarlos. Juan Manuel Ruiz [7] nos recuerda que, a la vista de su etimología, la eficiencia no es un valor, ni tampoco un principio: “la eficiencia no la usamos para elegir proyectos de vida, sino para seleccionar cómo deberíamos alcanzar nuestras metas vitales”. “La eficiencia, por ello, es un criterio de selección de opciones tecnológicas que cumplen unos principios básicos de racionalidad y que satisfacen objetivos valiosos para el individuo o la sociedad” [7]. Por tanto, en contra de lo que algunos defienden, la eficiencia no nos ahorra repensar en la cuestión de los estilos de vida. De hecho, en el fondo, la cuestión es ésta: eficiencia, ¿para qué?

Para acabar

¿Debemos renunciar a la promoción de la eficiencia ante la perspectiva de que su incremento acabe disparando el gasto? Por supuesto que no. Dejando de lado los argumentos morales [8], desde la perspectiva de las políticas públicas, existen razones de peso para promover la eficiencia. Entre ellas, su elevada aceptación social, que facilita la aplicación de nuevas políticas orientadas a reducir el consumo de recursos o la producción de residuos.

Sin embargo, debemos prestar la adecuada atención a los efectos globales de los cambios pretendidos (“el total es lo que cuenta”), arbitrando medidas que eviten que el aumento de la eficiencia se convierta en un incentivo al consumo. Para ello contamos con instrumentos colectivos (como las políticas fiscales o el reparto de cuotas), que pueden obstaculizar efectos secundarios indeseables.

En todo caso, la promoción de la eficiencia debe plantearse en un contexto de intervención más amplio. Un contexto en el que se valoren y consideren, en primer lugar, nuestros objetivos y aspiraciones para el futuro. Y, después, los efectos de deseabilidad que produce la mejora tecnológica.

Recuperemos el sentido lógico del ahorro en tiempos de crisis ambiental y reconozcamos que podemos ahorrar haciendo (de otra manera) pero también no haciendo (o, incluso, deshaciendo). Sólo así evitaremos el sinsentido de tener que sacar de paseo a nuestro coche –con neumáticos nuevos– para luchar contra el cambio climático.

Notas

[1] Ver Heras, F. (2003). El inodoro como símbolo. Ambienta, 28: 68-70.

[2] Ver una revisión de argumentos, para el caso de la energía, en Herring, H. (1998). Does Energy Efficiency Save Energy: The Implications of accepting the Khazzoom-Brookes Postulate. The Open University. En internet: http://technology.open.ac.uk/eeru/staff/horace/kbpotl.htm

[3] Spare, P. (1990). The fifth fuel – the debate continues» letter to Energy World, No 177, April 1990.

[4] Ver “Casi todos odiamos el puente aéreo” en suplemento Negocios de El País 10-8-2008

[5] Ver “Casi todos odiamos el puente aéreo” en suplemento Negocios de El País 10-8-2008

[6] En realidad, la eficiencia, ni siquiera garantiza un menor consumo a la hora de realizar una determinada actividad. Un cochazo eficiente (categoría A) puede consumir más que un utilitario normal (categoría de eficiencia energética C).

[7] Ruiz, J.M. (2001). En torno a la eficiencia. Cuaderno Bakeaz nº 48

[8] Considerando el deterioro ambiental, parece cada vez más injustificable, simplemente desde una perspectiva moral, elegir un frigorífico que consume 300 kWh/año si es posible optar por uno de prestaciones similares que consume 140. O comprar un cochazo que emite 250 g de CO2 por kilómetro cuando hay en el mercado vehículos, incluso de la misma gama, que emiten 120.