Muerte, devastación, terror y sufrimiento. Las recientes cifras e imágenes del genocidio perpetrado por Israel contra Gaza, pese a la censura informativa impuesta por el Gobierno israelí, son elocuentes y demostrativas. Pero hay que destacar que representan tan sólo un capítulo más del castigo colectivo al que Israel somete al pueblo palestino desde la creación del Estado sionista en 1948.

Amal Abu-Warda Pérez, investigadora especializada en Oriente Próximo de la Universidad Complutense de Madrid. El Ecologista nº 60

Matar a un hombre es un crimen, acabar con todo un pueblo, es un asunto a discutir…
Ibrahim Tuqam, poeta palestino

La creación artificial del Estado israelí se sustentó en la política de exterminio de los legítimos y originarios habitantes de Palestina, a través, primero, de grupos terroristas como Haganah, Palmach, Irgun o Stern, y, desde 1948, mediante la represión institucionalizada por medio de los aparatos políticos, policiales y militares del nuevo Estado. Existen registros sobre la existencia de más de 500 poblaciones que fueron literalmente borradas del mapa, y se calcula que el número de refugiados y desplazados palestinos asciende hoy a más de siete millones. En Gaza se encuentra uno de los mayores campos de refugiados, el campo de Jabalya, una de las zonas más castigadas por el ejército israelí en este último ataque.

A Israel, que recurre constantemente a la necesidad de mantener viva la memoria de la persecución judía en Europa, sin embargo le incomoda mucho el empeño por mantener viva la memoria colectiva de los pueblos palestino y árabe. Por ello, entre las amenazas a su seguridad se encuentran además de las mezquitas, hospitales y colegios, los cementerios o los campos de olivos centenarios. Israel se afanó por convencer al mundo de que Palestina era “una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra”. Qué tremendo contratiempo que ésa no fuese la realidad, y que los legítimos dueños de esa tierra hayan enseñado a sus hijos a luchar por retener la memoria de su pasado, pues en él se encierra su presente y sobre todo su futuro.

Ineficacia de la legalidad internacional

El último ataque de Israel al pueblo palestino no sólo ha vuelto a poner de manifiesto el absoluto fracaso de la comunidad internacional en la resolución de este conflicto, sino especialmente su complicidad incondicional con el incumplimiento sistemático de la legalidad internacional por parte de Israel.

El Derecho Internacional subraya la responsabilidad de todos los Estados de fomentar y proporcionar los derechos humanos, sin hacer distinción alguna, reconociendo la igualdad de derechos de las naciones grandes y pequeñas. Y, sin embargo, en pleno siglo veintiuno somos espectadores de la existencia de Estados a los que parece que sólo se les reconocen derechos y ninguna obligación, como es el caso de Israel; mientras que a un pueblo como el palestino se le niega el más elemental derecho a la existencia, y sólo se le imputan obligaciones y responsabilidades.

La Carta de Naciones Unidas y la legalidad internacional reconocen de manera muy clara una serie de realidades que deben ser tenidas en cuenta a la hora de analizar los acontecimientos. La propia ONU parece olvidar la obligación de abstenerse de la amenaza o del uso de la fuerza en las relaciones internacionales. Israel desde su creación, vulnera este principio esencial bajo el argumento de la legítima defensa. Argumento que queda deslegitimado a través de los propios límites intrínsecos que reconoce el derecho internacional consuetudinario a este derecho: la necesidad y la proporcionalidad de dicha defensa.

Pero sobre todo, y especialmente a través de la maquinaria de propaganda orquestada por el lobby sionista, la política de hechos consumados busca eliminar la cuestión elemental que subyace de fondo: el derecho del pueblo palestino a la autodeterminación y a la independencia. Un derecho declarado y amparado por la Carta de Naciones Unidas y el ordenamiento jurídico internacional que reconoce no sólo la legitimidad de la lucha de los pueblos ocupados por su independencia, sino que establece la prohibición expresa del Estado ocupante, como es el caso de Israel, de recurrir a cualquier medida de fuerza que prive al pueblo de su derecho a la libre determinación, a la libertad y a la independencia.

Este derecho, en primer lugar deslegitima la argumentación esgrimida por Israel, de acuerdo con la cual sus continuas agresiones a la población palestina estarían amparadas por el derecho a la defensa de su territorio. En segundo lugar, reconoce el derecho de los movimientos de liberación nacional y de los pueblos bajo ocupación al empleo de la fuerza, así como a solicitar y recabar ayuda “moral y material” de terceros Estados, sin constituir una injerencia en los asuntos internos del Estado ocupante. Véanse al respecto las resoluciones de Naciones Unidas 1514 (XV), la 2131 (XX), 2160 (XXI) o 2625 (XXV).

Sin embargo, pese a este reconocimiento y respaldo jurídico claro de los derechos del pueblo palestino y de una lucha que, en los últimos tiempos, lo es por el más elemental derecho a la existencia, el derecho legítimo del pueblo palestino no es sólo impunemente violado y consentido, sino también –desde el más inmoral discurso político del mundo supuestamente democrático y civilizado– deslegitimado y vaciado políticamente de contenido bajo el pretexto de la lucha global contra el terrorismo.

Consecuencias políticas de la guerra contra Gaza

Muchas son las consecuencias y repercusiones políticas que a nivel local, regional e internacional ha tenido y tendrá la brutal agresión israelí a Gaza.

Desde la perspectiva israelí, pese a la insostenible argumentación de que la operación Plomo Sólido tenía como objetivo la seguridad de sus ciudadanos frente al lanzamiento de cohetes desde Gaza, una respuesta de estas características no sólo ha fracasado, sino que se traducirá en una escalada bélica de consecuencias impredecibles. Israel tampoco ha alcanzado otros objetivos encubiertos, como el refuerzo del partido en el Gobierno, Kadima ante las elecciones legislativas posteriores. Por el contrario, se ha producido una mayor inclinación del voto a favor de los partidos ultranacionalistas y ultraortodoxos.

Otro de los objetivos buscados –respaldado por otros actores como EE UU, la UE y Estados árabes como Egipto– era el de la eliminación de Hamas del escenario político palestino. Pese a constituir la opción que el pueblo palestino votó en unas de las escasas elecciones democráticas que se han celebrado en Oriente Medio, supervisadas por observadores internacionales. Sus resultados se rechazaron desde el principio, lo que se tradujo en un castigo colectivo del pueblo palestino a través del bloqueo total de un territorio con la mayor densidad de población del mundo.

En este punto se hace necesaria una reflexión: si no se acepta a Hamas como el interlocutor palestino, bajo el pretexto de ser una organización terrorista y por su negativa a reconocer a Israel bajo las actuales condiciones de ocupación (sin olvidar mencionar a este respecto que Israel no reconoce, entre otros muchos derechos de los palestinos, ni la creación de un Estado palestino viable y soberano ni el regreso de los refugiados palestinos a sus hogares), ¿por qué se acepta por parte de EE UU y la UE un Gobierno libanés con una participación importante del partido Hizbullah al que también consideran terrorista, y con el que, sin embargo, Israel negoció tanto el alto el fuego en la guerra de Líbano en 2006 como múltiples intercambios de prisioneros?

Para los palestinos, además de un mayor agravamiento de las difíciles condiciones de vida de la población, una de las consecuencias políticas más inmediatas es el debilitamiento del gobierno de Mahmud Abbas y una profundización en la distancia de las posiciones entre Al Fatah y Hamas.

A escala regional, comenzando por el escenario árabe, podemos destacar una recuperación de la centralidad de la cuestión palestina en la agenda política árabe y, por tanto, de la visión de Israel como la principal amenaza a la seguridad árabe. Y un convencimiento, especialmente exigido por la sociedad civil árabe, de la necesidad de redefinir las actuales bases del proceso de paz en Oriente Medio. Por otro lado, cabe destacar el fortalecimiento de la posición turca como actor mediador fundamental en la resolución del conflicto árabe-israelí, ante el retroceso y debilitamiento del papel de actores tradicionales como Egipto y Arabia Saudita.

Respecto a la Unión Europea, su credibilidad como mediador queda nuevamente desacreditada por los acontecimientos: su incapacidad para frenar esta última agresión israelí; las declaraciones hechas por la presidencia checa en un primer momento señalando el carácter defensivo de los ataques israelíes –pese a la posterior rectificación–; la continua imputación de la responsabilidad a Hamas; o la vergonzosa llamada a la contención de la partes como si de dos fuerzas iguales se tratase. Todo ello, ante una realidad que pocas dudas dejaba de la barbarie perpetrada por Israel, constituye en el fondo una manifestación más de las estrechas e incondicionales relaciones que mantiene la UE con Israel. Unas relaciones que se institucionalizaron a través de la conclusión de un Acuerdo de Asociación en 2000, reforzado en 2004, pese al incumplimiento de Israel de los acuerdos y compromisos internacionales adoptados a lo largo del proceso de paz iniciado en 1991; y pese a que el propio acuerdo de asociación contempla su suspensión en caso de que alguna de las partes vulnere los derechos humanos.

Por último, por lo que se refiere a EE UU, teniendo en cuenta lo anterior y la posición adoptada por algunos de los Estados árabes considerados por Occidente como moderados, como es el caso de Qatar –que decidió el cierre de la oficina comercial de Israel–, podemos aventurar una nueva reorientación de su política exterior si pretende no sólo obtener unos resultados mejores que los de la anterior Administración, sino salvaguardar sus intereses en la región. Entre las exigencias de una nueva política destaca la importancia y necesidad estratégica de un acercamiento a países como Irán y Siria.