Gracias a los cursos de la Consejería de Agricultura, Joan pudo reaccionar a tiempo.

Gustavo Duch. Revista El Ecologista nº 75.

Gracias a los cursos de la Consejería de Agricultura, Joan pudo reaccionar a tiempo. Asistió a varios talleres donde le contaron –con pelos y señales– cómo evitar inhalaciones procedentes de los fitosanitarios empleados en las tareas del campo, qué ropa llevar, qué mascarillas utilizar, cuándo y cuántas veces ducharse. Tan bien se lo explicaron, tan a fondo, que le salvaron la vida. “Estoy envenenando la tierra”, y Joan se hizo ecoagricultor para no morir autointoxicado. Su pequeña parcela, fértil y sana, alimenta a decenas de familias y lo continuará haciendo durante muchos años. Sí, son pocas familias pero cada vez más, y son mucho más que todo lo que conseguirá el derroche de la agricultura industrial.

Se encuentran en las calles y plazas de las ciudades, con sus equipos de naturalistas: cazamariposas, lupa, prismáticos… En frascos de cristal conservan –para que de ahí no salgan– a los malos bichos que mucho daño hacen con sus picaduras y envenenamientos, por ejemplo, bancos que especulan con el medio ambiente o las tierras fértiles

Le vemos pasar frente a nuestras casas una o dos veces al mes. Con su séquito, el Ministro de Medio Ambiente del Barrio va trabajando desde buena mañana. Recoge cartones de los contenedores o aquellos apilados en cualquier esquina, mientras sus perros olisquean y mean las basuras. Varios miles de árboles del planeta siguen generando sombra y oxígeno gracias al ecologismo de estos cartoneros pobres. Es poco pero son muchos y hacen más que lograron todos los ministros oficialmente nombrados con sus programas oficiales.

El Ejército logró limpiar las costas gallegas de aquellos mazacotes de petróleo que el Prestige y la incompetencia política vertieron sobre el mar. Un ejército de seres humanos pacifistas y ecologistas que, sin coroneles ni órdenes de mando, ejerció cariño, ternura, afecto y respeto para su MadreMar. Nunca más.

Si los acuíferos, ríos y lagos llevan y guardan algo de agua, aún, debemos agradecerlo a fantásticos proyectos que en importantes comidas de trabajo se contagian de boca a boca. “Este río lo desviamos por aquí, hacemos un pantano por allá y movemos de sitio estos pueblos”, son disparates que no se escuchan en las mesas del comedor escolar, donde un niño le cuenta a otro –“hay que cerrar el grifo al lavarse los dientes, así tendremos agua todo el verano”–. Es poco, pero son muchas niñas y niños que logran más que muchos Departamentos económicamente bien dotados.

El Rey del país que se presume defensor de la biodiversidad, posa con los animales que encuentra a su paso. Con un elefante que cazó, quedó retratado. Sus súbditos insubordinados siguen su ejemplo pero al revés: en los huertos cultivan muchas variedades autóctonas y se intercambian semillas entre campesinas y campesinos; en los montes desahuciados recuperan razas locales de cabras casi extinguidas; y en pueblos abandonados hay asociaciones para cuidar del murciélago vulgar. Actúan como reyes para el reino animal y como príncipes para el reino vegetal. Es poco, pero como son muchos, les debemos mucho.

El activismo ecologista de la gente, que parece irrelevante, anecdótico o minoritario, consigue mucho más que ministros, reyes, departamentos y consejerías, que mucho dicen que hacen pero mucho de lo que hacen, lo hacen mal.