Un drama que el Gobierno no quiere ver.

Laia Ortiz, diputada de Iniciativa per Catalunya Verds en el Congreso y portavoz de Energía del grupo parlamentario IU, ICV-EUiA, CHA: La Izquierda Plural. Revista El Ecologista nº 80.

La pobreza energética es un drama que cada vez afecta a más familias. La combinación de la reducción de la renta familiar, con el continuo aumento de los suministros –el precio de la electricidad se ha más que duplicado en la última década–, unido a la mala eficiencia energética del parque inmobiliario español, está haciendo que este problema se convierta en una auténtica epidemia. Y no son términos retóricos: se calcula que casi 10.000 personas fallecen de forma prematura cada año en nuestro Estado por esta pobreza energética.

Imagina por un momento llegar un frío día de invierno a casa con tus hijos y tener que elegir entre poner la calefacción o poder cenar. Tú lo estás imaginando, para miles de personas es una realidad. Más del 18% de los hogares no disponen de una temperatura suficientemente cálida en términos de salud y confort. Y cerca de 1,4 millones de viviendas han sufrido un corte de luz por impago durante el año 2012, más del doble que antes de la crisis.

Los informes se multiplican y revelan esta realidad, que algunos, sobre todo el Gobierno, insisten en esconder. Un drama social que crece por la crisis y por un modelo económico y energético que promueve de manera obscena la desigualdad, la exclusión y la insostenibilidad.

Una epidemia creciente

El pasado mes de diciembre se debatía en el Congreso de los Diputados, a propuesta de ICV del Grupo de la Izquierda Plural, una propuesta para dar respuesta a esta epidemia creciente en nuestro país: la pobreza energética. Un fenómeno provocado fundamentalmente por tres motivos. En primer lugar, la crisis económica y la reducción de las rentas familiares por el incremento del paro, la bajada de salarios y la precariedad, la razón fundamental. Segundo, el continuo aumento de los precios de los servicios básicos como la electricidad, el gas o el agua, que acaparan cada vez más proporción del presupuesto familiar. Y en último lugar, pero también importante, la ineficiencia energética de los edificios, que está estrechamente relacionada con la degradación del parque de viviendas en nuestro país y la carencia de políticas decididas para invertir en rehabilitación y mejora.

La pobreza energética tiene un impacto profundo en la vida de las personas. La carencia de calefacción o de calor afecta a la higiene, a la salud tanto física como mental, y genera aislamiento y exclusión. El Informe de Sostenibilidad en España de 2012 estima que en nuestro país la pobreza energética provoca entre 2.300 y 9.300 muertes prematuras en invierno. Por lo tanto, estamos hablando de un problema de unas dimensiones alarmantes no solo en términos de derechos económicos y dignidad de las personas, sino también como un problema de salud pública y exclusión social creciente.

Y este drama social no solo no se frena, sino que empeora rápidamente. Aunque el Gobierno nos quiera vender que con el PP los precios no suben, o lo hacen moderadamente, lo cierto es que la luz sigue subiendo, como acaba de ocurrir en enero. Aumenta su precio una vez más en un país donde los consumidores pagan la electricidad más cara de Europa, después de Malta y Chipre. Los datos de Eurostat demuestran que en la última década el coste de la electricidad se ha incrementado en un 104%, precisamente desde que el Sr. Rato se inventó el famoso déficit tarifario, y también cuando empezamos a notar las consecuencias de la mal llamada liberalización del sector tras la ley de 1997. Con esta norma, el Gobierno del PP de José María Aznar, con la excusa de abaratar el coste y mejorar la eficiencia, limitó la intervención estatal y creó el peor de los modelos: un mercado de mentira que garantiza grandes beneficios a cinco grandes empresas, al tiempo que se pierde un servicio público esencial.

Abandono del servicio público

La Ley de 1997 dice: “a diferencia de regulaciones anteriores, la presente Ley se asienta en el convencimiento de que garantizar el suministro eléctrico, su calidad y su coste no requiere de más intervención estatal que la que la propia regulación específica supone. No se considera necesario que el Estado se reserve para sí el ejercicio de ninguna de las actividades que integran el suministro eléctrico. Así, se abandona la noción de servicio público, tradicional en nuestro ordenamiento pese a su progresiva pérdida de trascendencia en la práctica, sustituyéndola por la expresa garantía del suministro a todos los consumidores demandantes del servicio dentro del territorio nacional”.

Pues bien, los datos demuestran que no ha sido así. Todo lo contrario. Y después de gobiernos socialistas y populares que han hecho grande al monstruo, el ministro Soria nos presenta una reforma eléctrica que insiste en los mismos errores. Más de lo mismo.

Lo fundamental es que la actual regulación, la de 1997 y la de 2013, está creada para sostener un mercado que no funciona y que es un negocio redondo para las eléctricas españolas. Si miramos los datos de los beneficios, vemos que las cinco grandes compañías del oligopolio eléctrico doblan la media de sus homólogas europeas. En 2010, el beneficio de las eléctricas españolas fue del 10,11%, mientras que la media de las europeas fue del 5,13%. Al año siguiente, 2011, las españolas tuvieron un beneficio del 7,44%, frente al 2,98% de las europeas. Una diferencia que se repite cada año.

Así, vemos que crece la factura, crece nuestra deuda con las eléctricas (parece ser que el déficit tarifario acumulado será este año de 29.000 millones de euros) y sus beneficios también van aumentando. Y es que tenemos una regulación de las empresas eléctricas que garantiza que ellas siempre ganan y que el Estado o los consumidores siempre perdemos.

Lo que ha pasado en estas últimas semanas lo ilustra. La subasta anulada por la Comisión Nacional de Mercados y Competencia ha sido noticia por una subida escandalosa, pero evidencia el mal funcionamiento del mercado eléctrico, y también que la reforma eléctrica que acaba de aprobar el Gobierno empeora las cosas. Desde ICV hemos denunciado que el problema no son las renovables, sino un caos regulatorio y un sector controlado por cinco empresas que ejercen una posición de dominio, no solo en el mercado, sino también en las voluntades de los gobiernos del Estado durante los últimos 15 años.

Cuestionar la deuda con las eléctricas

La energía es un bien común esencial, y como tal tenemos que garantizar su acceso y gestionarlo según las obligaciones de servicio público. Por eso hace falta una reforma en profundidad del sistema y no solamente de las subastas. Necesitamos una retribución de la energía en función de los costes reales, con transparencia y competencia efectiva. Pero también cuestionar la legitimidad de la deuda que tenemos los ciudadanos con las eléctricas por haber reconocido costes que en una parte no son reales. Cambios en profundidad.

Para ello necesitamos gobiernos valientes, competentes y al servicio del interés ciudadano y no de los lobbies. Pero también hace falta un mínimo de sensibilidad para entender que la pobreza energética no puede esperar a soluciones estructurales.

Por eso es todavía más indigno y vergonzoso que un Gobierno que con sus medidas encarece el precio de la luz, se niegue, a la vez, a debatir sobre medidas concretas para proteger a los consumidores vulnerables, como el establecimiento de un sistema público de precio social para todos los hogares con poder adquisitivo reducido a cargo de las compañías, la implantación de una tregua invernal para evitar los cortes de luz a personas vulnerables o la aplicación del IVA superreducido.

Como es sabido, esta propuesta se rechazó en el Congreso. No proponíamos ni medidas complicadas ni gasto presupuestario, era solo una cuestión de voluntad política. Otros países ya lo han hecho. Pero aquí, como en otras tantas cosas, vamos tarde y algunos creen que lo invisible a sus ojos es inexistente.